A finales de la semana anterior, la joven administración del presidente Donald Trump recibió un duro revés político y es que uno de sus principales buques de batalla, la eliminación del “Obamacare”, no logró siquiera ser votada en la Cámara de Representantes por falta de apoyo incluso de su mismo partido.
Esto podría parecer sorprendente si se considera que en noviembre de 2016, las elecciones no solo le dieron al Partido Republicano la presidencia, sino la mayoría en ambas Cámaras del Congreso de Estados Unidos.
Sin embargo, en ese país una mayoría legislativa por sí misma no asegura el aval automático de una agenda de gobierno. Este nivel de incertidumbre es el que vuelve más sólido este sistema.
Por incertidumbre no me refiero a la falta de rumbo claro de país, sino a la incapacidad de cualquier actor de dar su poder por sentado. Ni el mismo Trump, con un panorama en apariencia positivo, ha podido hacerse de éxitos en importantes frentes como su reforma sanitaria o sus medidas migratorias, estas últimas detenidas por orden judicial.
Esta incertidumbre lleva a negociar constantemente y a tener que buscar acercamientos con propios y extraños. Por ejemplo, se prevé que senadores Republicanos busquen a al menos colegas 10 demócratas para superar un “filibuster” en la nominación del abogado Neil Gorsuch a la Corte Suprema de Justicia.
Algo que en El Salvador parecería absurdo y casi imposible -romper las líneas partidarias y ganar apoyos fundamentales para promover una agenda- en Estados Unidos es una práctica común, aceptada y altamente estratégica para cualquier gobierno que pretenda sobrevivir y ser relevante.
El fracaso del “Trumpcare” nos muestra que en Estados Unidos los partidos políticos no tienen el monopolio de la conciencia de sus legisladores y que estos se deben primero a sus electores (su “constituency”). En teoría, y amparado en el 125 de la Constitución, en El Salvador así debería funcionar, pero vivimos en el país donde valen más las “onzas de lealtad” que las “100 libras de inteligencia”.
Ante esto, hay lecciones que aprender del mero diseño político electoral y que podrían ser materia de una profunda reforma política para cambiar el problema de fondo: la débil relación entre representantes (diputados) y representados (ciudadanos) y los pobres incentivos que los primeros tienen para responder a la población antes que a su dirigencia.
En Estados Unidos la Cámara Baja del Legislativo se integra por circunscripciones uninominales. Es decir, un territorio elige únicamente a un diputado. Este diputado, por ende, sabe que es fácil de culpar si traiciona las aspiraciones de sus electores y estos últimos por su parte, saben que la responsabilidad de una mala administración no se diluye: la culpa le pertenece a uno solo.
En El Salvador, con circunscripciones plurinominales, un ciudadano no sabe realmente quién le representa. Esto le permite a cualquier diputado escudarse en las líneas partidarias antes que hacer un verdadero ejercicio de acercamiento a su “constituency” para entender sus aspiraciones. Además, favorece la ignorancia racional, pues el costo de aprenderse 24 diputados (como es el caso de San Salvador) supera cualquier ánimo de ser un ciudadano activo.
Un revés político importante como el de Trump con su reforma sanitaria es prácticamente imposible en nuestro país, donde la legítima disidencia es entendida como traición y los partidos le temen a sus “machos sin dueño” que osan contradecir la línea oficial.
Indudablemente, El Salvador ha avanzado gracias a atinadas sentencias en materia electoral de la Sala de lo Constitucional, pero mientras haya una representación tan difusa entre diputados y ciudadanos, el Legislativo será muy predecible y poco abierto a la innovación y un verdadero debate político.
Sin incentivos para representar a los votantes, los diputados terminarán cayendo en la mediocridad de pensar que votar diferente es “deslealtad” y un motivo para sentirse “ofendido”, como en su momento dijo un jefe de bancada sobre un legislador joven que no se alineó con su fracción.
Ofendidos deberíamos estar nosotros, por ese gregarismo insensato, tan presente en el partido “revolucionario” (más pendiente del status quo) como en el partido “de las libertades” (pero fanático de la censura).
*Columnista de El Diario de Hoy. @docAvelar