En el Día internacional de la felicidad, con el apoyo de las Naciones Unidas, se publicó el Informe mundial de felicidad. Es la quinta ocasión que se realiza, desde que en 2012, la ONU declaró el 20 de marzo como la ocasión para celebrar esta característica tan humana.
Según el estudio, Dinamarca, Suiza, Islandia, Noruega, Finlandia, Canadá, Holanda, Nueva Zelanda, Australia y Suecia son los diez países más felices a nivel mundial.
De los 50 países más felices, 13 están en Centro y Sudamérica. Entre Costa Rica (12) y Belice (50), se ubican Chile (20), Brasil (22), Argentina (24), México (25), Uruguay (28), Guatemala (29), Panamá (30), Colombia (36), Nicaragua (43) y Ecuador (44).
Aunque me parece difícil cuantificar la felicidad -pues es una realidad rica y profunda que va más allá de la ciencia empírica- digamos que, de alguna forma, la ONU se las ha ingeniado para establecer algunos parámetros de medición.
Para elaborar la lista, se analizan distintos datos relacionados con los niveles de desarrollo económico y otras variables de carácter subjetivo, como son las experiencias positivas y negativas expresadas por la población, siguiendo diferentes patrones por sexo, edad y región.
Más puntualmente, se toman en cuenta factores como el PIB per cápita; el apoyo social, que consiste en la oportunidad de recibir ayuda de familiares o amigos en caso de tener problemas; la esperanza de vida, según la Organización Mundial de la Salud (OMS); la libertad de decisión; la generosidad, basada en el dinero que se donan a las ONG; la percepción de la corrupción; el afecto positivo, que hace referencia a cuánto ríe la gente, y el afecto negativo, el cual se fija en la percepción de tristeza y el enfado.
El Salvador ocupa el puesto número 45 y mejoró un lugar respecto a 2016. Al inicio, debo admitirlo, me molestó saber que nuestro país avanzó en este indicador.
“¡Cómo es posible que, estando tan mal, la gente sea feliz! La violencia, la inseguridad, el mal manejo de las finanzas en el Estado, la situación económica y la corrupción, ¿acaso no son suficientes como para sentirse miserables e infelices? Pero no, por el contrario, aquí parece que somos ingenuos y no nos damos cuenta de que vamos en picada, casi en caída libre”, reaccioné.
Luego, pensando las cosas y no pasándolas por el hígado, reflexioné y corregí mi postura: claro que se puede ser feliz, a pesar de las dificultades, por muy grandes que sean. Si no, no podrían ser felices aquellas personas que, en la enfermedad, incluso terminal, encuentran un sentido y hasta un propósito en su mal; ni quienes sufren contradicciones y que, gracias a sus seres queridos, hallan esperanza y consuelo.
¡Qué bien que seamos felices, que nuestra capacidad de sonreír y buen ánimo nos ayude a lidiar con las dificultades que atravesamos! Ese “buen carácter nacional” es una virtud loable, siempre y cuando lo mantengamos en su justa medida.
¿Y cómo encontramos el punto medio? En el optimismo realista, fruto de la felicidad, que nos previene de la falsedad y nos lleva a la acción. El ingenuo, por el contrario, vive en el engaño y del engaño, con expectativas de que todo va a estar bien como por arte de magia.
En lugar de echar la culpa a los demás o a nuestros políticos -que sí, dejan mucho que desear-, concretemos puntos de mejora personal. Una orientación nos la da lo que en ética se conoce como la “Regla de oro”: trata a los demás, como te gustaría que te trataran a ti.
Son solo primeros y pequeños pasos, pero, como tales, fundamentales para construir un mejor país.
*Periodista. jaime.oriani@eldiariodehoy.com