Cuando Shakespeare presentó en los albores del siglo XVII su magnífica “Romeo y Julieta”, en la que todo se enmarca en la eterna rivalidad entre Montescos y Capuletos, nadie se extrañó ni de la trama ni del trágico final de la misma.
Que Romeo se enamorara perdidamente de la joven equivocada, que un Montesco se prendara de una Capuleto en la Verona renacentista, no podía no tener consecuencias. En esos tiempos, pertenecer a una familia era aceptar una herencia irrenunciable, no solo de propiedades, valores y formas de ver el mundo, sino también de odios y amores ancestrales.
La lucha entre clanes, tribus, etnias, naciones, religiones… no es invento de Shakespeare: desde que Caín mató a Abel, la historia recoge cómo los seres humanos tendemos a pelearnos tanto individual como colectivamente: helenos contra persas, cartagineses contra romanos, moros contra cristianos, tutsis contra hutus; antagonismos que han forjado la historia del mundo, o la de sociedades y familias muy concretas: Montesco contra Capuleto, Corleone contra Bonanno, o la célebre rivalidad (en el mundo anglosajón) entre los Hatfield y los McCoy.
Sin embargo, algo hemos aprendido después del siglo más sangriento en la historia de la humanidad, después de dos guerras mundiales y cruentos regímenes totalitarios. Poco a poco ha quedado patente que las nacionalidades, el choque de civilizaciones o el “fin de la historia” cuentan menos, mucho menos, para la generación de conflictos que hace cien años: Europa Occidental, que nunca había estado en paz, cumple poco más de setenta años de no albergar conflictos entre sus fronteras; la lucha entre islamistas radicales para dañar a Occidente, por mucho que se diga, no es un choque de civilizaciones, sino una consecuencia del pensamiento exaltado de unos pocos entre otros muchos millones.
Sin embargo, si hay algo que no muere es el odio y la rivalidad, que en estos últimos tiempos ha adquirido ropajes peculiares: racistas, feministas, ambientalistas, “LGBTistas”… Desavenencias que sacan partido de diferencias culturales, naturales, que siempre han existido pero que ahora por un afán hipertrofiado de independencia y autonomía, se han exacerbado peligrosamente.
Y así surge la paradoja: precisamente ahora que somos “amplios”, de mente abierta; ahora que parece que hemos superado los asuntos raciales, religiosos, ideológicos, de clase, se está instalando un nuevo modo de agrupar a la gente: la década de nacimiento. Un criterio que decide la identidad tribal, la música que se escucha, la jerga que se habla, el modo de divertirse, de trabajar, de tener hijos, de pensar y sentir los valores, etc.
Se ha escrito: “los políticos totalitarios y los grandes poderes económicos, fomentan descaradamente la guerra entre generaciones. A una masa de jovencitos emancipados, sin relación con su familia y conectados en vena a Internet, se les puede vender cualquier idea, cualquier moda”; y añado: cualquier conjunto de valores, criterios morales y perspectivas para juzgar e influir en la sociedad en la que crecen.
De allí vienen bastantes de los ataques contra la familia, la religión, la identidad y en muchos casos el sentido común: para dominar las nuevas generaciones es necesario superar las influencias “externas” que forjan las nuevas generaciones: niños sin vínculos son moldeables (lo sabe perfectamente la perspectiva de género), jóvenes inmaduros son fácil presa de la propaganda.
Si me preguntan, me inclino por las estirpes por encima de las generaciones: para ser feliz, para entender quién se es, es más útil tener raíces que contar con alas. Mejor aún: alas y raíces. Pero se pretende dotar de alas a quienes carecen de raíces. Unas alas que dan la ilusión de que vuelan aunque en su euforia no vean que, a fin de cuentas, de sus tobillos penden sutiles cuerdas que les permiten remontarse solo hasta donde sus titiriteros les permitan.
*Columnista de El Diario de Hoy. @carlosmayorare