La rebeldía es una fascinante característica de la juventud. Pero para que la rebeldía no quede en efectismo, lo que conviene a los jóvenes es la adquisición de criterio. Muchachos rebeldes a cualquier autoridad pueden ser eficaces para cuestionar lo establecido, pero ese cuestionamiento debe ampararse en algo más que entusiasmos y presunciones.
Enfrentarse a quienes mandan bien puede ser solo una pose, una excusa para llamar la atención. Adolescentes que se sienten incomprendidos porque sus padres les prohíben hacer todo lo que les da la gana existen por montones. Los signos de madurez aparecen, sin embargo, cuando las causas para desafiar la autoridad tienen a la base un proceso de raciocinio estable y sólido, marcado por la capacidad de enfrentar ideas contrapuestas y revisar las propias opiniones. Allí es cuando hablamos de rebeldes en quienes los demás pueden ver líderes, dignos de ser seguidos.
Tener opiniones sobre temas polémicos es un derecho, pero eso no basta para reclamar protagonismos ni esperar cambios instantáneos en los principios que otros defienden. La rebeldía por las causas justas invita a sostener luchas de largo aliento, en las que una opinión sin argumentos es igual de nociva que una imposición sin motivos. El criterio bien fundamentado es, insisto, el que suele marcar la diferencia.
No voy a meterme a especular quiénes actuaron mejor en la controversia generada alrededor de un grupo de jóvenes de ARENA que decidieron abandonar ese partido luego de un zipizape con ruido mediático. Se han dicho ya tantas cosas sobre este asunto, y algunas de ellas tan opuestas entre sí, que para este servidor es casi imposible hacerse una idea exacta de dónde estuvo el error y cómo se llegó al resultado que hoy se conoce. Más me interesa ofrecer un ejemplo de las confusiones y equívocos que saltan a la palestra pública cuando a este tipo de discusiones se agregan los personalismos y los apasionamientos.
En columnas de opinión y redes sociales se ha llegado a insinuar, a propósito de la polémica, que tener pensamiento liberal es equivalente a defender posiciones morales determinadas, sobre todo en temas de notoria inflamación pública como el aborto o los matrimonios entre personas del mismo sexo. Eso, en realidad, no es así.
Si algo diferencia al liberalismo de las ideologías es que se abstiene de imponer concepciones holísticas, abarcadoras, omnicomprensivas —ya no digamos “científicas”, como pretendía el marxismo— de la naturaleza humana. Bastante lejos de eso, las ideas liberales descansan sobre pocos principios básicos, rehusándose a tratar de responder a las más íntimas interrogantes de las personas, porque entre sus ambiciones no figura el de meterse en las conciencias de la gente.
Esa es la razón por la que en esta gran “familia” del pensamiento liberal —heterogénea como es— hay quien cree en Dios y quien es agnóstico, unos que abogan por el “derecho” al aborto y otros que lo adversamos, autores que hablan del matrimonio “igualitario” y ensayistas que argumentamos nuestro escepticismo al respecto. Todos sabemos que semejantes debates permanecen abiertos entre los liberales; si acaso, el único “deber” es saber defender nuestras posturas. Y las discusiones, en efecto, son amplias e intensas, y a ratos enconadas, pero nadie remilga credenciales liberales porque se topa con criterios distintos en temas que de por sí están fuera del alcance del liberalismo.
Como ya he tenido oportunidad de explicar en otros espacios, a ninguno de nuestros pensadores serios se le ha ocurrido jamás plantear la necesidad de instaurar un “catecismo moral liberal”. Eso no existe ni creo que vaya a existir nunca. En consecuencia, mientras que a cierta iconoclastia liberal parece urgirle el establecimiento de nuevos derechos, un partido político puede autoproclamarse liberal y defender al mismo tiempo la vida y el matrimonio. No pasa nada. A nadie, créanme, le caerá un rayo desde el “cielo” del liberalismo.
*Escritor y columnista de El Diario de Hoy