Si se pone atención a bastantes de los hechos y dichos de los personajes públicos de nuestro país, y se sigue el desarrollo de sus argumentos, declaraciones, justificaciones, polémicas y diatribas, uno termina por convencerse de que son legión los políticos y funcionarios que están seguros de que por su posición de poder, o mediante a saber qué extraños mecanismos mentales, se consideran no solo justificados, sino en algunos casos casi obligados, a mentir.
Por citar un solo ejemplo, y aprovechar la menguante actualidad del caso, podría traerse a cuento la supuesta agresión al hipopótamo del zoológico que indignó a los salvadoreños, y nos proyectó en el extranjero como una nación de bárbaros… Sin embargo, como es sabido, al cabo de poco tiempo se demostró, mediante autopsia, que no había habido ningún ataque, y que el pobre animal había muerto por negligencia de los mismos que se inventaron la presunta golpiza.
En esta misma línea, también se podría hablar de los confusos discursos a las que nos tienen acostumbrados voceros oficiales, diputados, expresidentes y otros personajes que se ven obligados a desdecirse una y otra vez, forzados a inventar historias fantásticas, cuando los hechos les arrojan en cara las incoherencias, o simples falsedades, de sus declaraciones.
Esto de unir mentira y política viene de muy lejos. Ya lo trataba Platón cuatro siglos antes de Cristo en dos de sus diálogos más famosos: La República y Las Leyes. Este autor llega a decir que los gobernantes están de algún modo justificados al mentir. Ciertamente no caracteriza sus embustes simple y llanamente como mentiras, sino que elegantemente, a las declaraciones mendaces que en algunos casos realizan los que gobiernan para mantener el orden y la paz social, les llama “veneno útil” o “medicina bella”.
Pero, con perdón, no es el caso de bastantes de nuestros personajes públicos; pues reiterativamente, por la fuerza de los hechos, los ciudadanos descubrimos que sus engaños y falacias no tienen como finalidad precisamente la paz social o fines más elevados, sino, sencillamente, su provecho personal.
Hannah Arendt, escribía al respecto: “Siempre se vio a las mentiras como una herramienta necesaria y justificable no solo para la actividad de los políticos y los demagogos, sino también para la del hombre de Estado”; y se preguntaba: “¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra?”.
Dicho de otro modo: ¿es inherente a la política la mentira? La respuesta dependerá de quien conteste. No dudo de que habrá políticos que responderán con un sí sin matices. Los mismos que mienten sin escrúpulos, que engañan sabiendo perfectamente que no hablan verdad, y que luego se terminan justificando con no se sabe qué laberintos lingüísticos… Sin embargo, para la gran mayoría, para el ciudadano común y corriente, la mentira será siempre engaño y no cabrá en ella ninguna justificación. Implicará indefectiblemente trampa, doblez, ocultamiento de una realidad que en un Estado de derecho, y principalmente en una democracia representativa, todos tenemos derecho a saber.
Las redes sociales, la abundancia de cámaras de video grabando veinticuatro horas en sitios públicos, la perspicacia de los ciudadanos, hacen que cada vez más las mentiras de los políticos y funcionarios nos parezcan más claras, burdas e injustificadas. Todos nos damos cuenta… menos esos personajes que una y otra vez siguen pensando que la gente es tonta, o que decir mentiras sigue siendo intrascendente y sin consecuencias directas para ellos y su carrera pública, como era “antes”: actúan como si no supieran que mintiendo se puede ir muy lejos, aunque se pierda también toda esperanza de poder volver.
*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare