La ruta del género

¿Una salida para el enredo? Saber que somos más, no solamente sino bastante más, que cuerpos sexuados, comprender que el alma no tiene género.

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Por Elizabeth Castro

01 December 2017

Cuando Simone de Beauvoir publicó en 1949 su libro “El segundo sexo” quizá no pretendía imponer el modo en que a principios del siglo XXI buena parte de la humanidad se entendería a sí misma. Sin embargo, lo hizo. Desde ella, y después de que sus teorías pasaran por diversos filtros, hay en la actualidad una fuertísima tendencia a reducir las personas a su identidad (o quizá sería mejor decir a su opción) sexual.

Limitar la dignidad a una cuestión puramente cultural y en algunos casos de preferencia circunstancial no es que haya sido una contribución significativa para valorar la persona en su individualidad e irrepetibilidad, sino más bien, todo lo contrario: so capa de defender las personas (y en este caso concreto a las mujeres) se agrupa a todos y se les diluye en una identidad borrosa y difusa, que a fuerza de eliminar diferencias termina por confundir y crear auténticos dilemas de identidad personal.

¿Cómo se llegó hasta aquí? Todo comenzó, hemos dicho, con la pensadora francesa compañera intermitente y equívoca de Jean Paul Sartre, quien preparó la tierra fértil del existencialismo (la existencia precede a la naturaleza), en la que medró la semilla del género.

La perspectiva de Beauvoir no habría pasado de eso: una forma de ver el mundo, si no se hubiera convertido primero en teoría y luego en ideología al caer en la matriz del pensamiento dialéctico, específicamente del marxismo.

Hablar de marxismo es hacerlo de dominación, y de perpetuación de la misma debido a estructuras sociales y culturales. En el caso del género, también: al entender que la dominación del hombre sobre la mujer, así como la persistencia de esta condición a lo largo de la historia, tenía su raíz, básicamente, en la diferencia sexual, la respuesta cae por su peso: si lo biológico “condena” a la mujer a la subordinación, la salida está en hacer irrelevante la biología; es decir, en hacer que el género pierda vinculación con el sexo.

Los ingredientes estaban dispuestos para que investigadores como John Money y Alfred Kinsey (psicólogo el primero, zoólogo el segundo) propalaran sus ideas: los seres humanos son constitutivamente bisexuales o, mejor, pansexuales; las mujeres, a lo largo de la historia, han sido oprimidas por una moral represiva, relegadas al ámbito doméstico; cualquier comportamiento sexual humano es aceptable: la pedofilia y el bestialismo —entre otras— son prácticas naturales: su prohibición está relacionada con prejuicios que proceden de la sociedad en general y de la cultura judeo cristiana en particular.

Con esas bases, a partir de los trabajos de autoras como Germaine Greer, Kate Millet y Shulamith Firestone, lo que era teoría pasó a ser ideología (una descripción racional del mundo que prescinde de la realidad que quiere comprender y se queda solo con la teoría) que postula que la forma de dominación de la mujer más extendida en la sociedad es la familia tradicional y la maternidad.

Para rematar la faena, en la ideología de género, que al igual que el marxismo sostiene que “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los oprimidos” —en nuestro caso las oprimidas— para romper el círculo dominación-sometimiento es necesario actuar directamente desde la escuela, prescindiendo y apartando cualquier otra influencia: familia, Iglesia, tradición, valores… que diga lo contrario. De ahí su empeño por permear todo e inmiscuirse en todo.

La batalla del género se va a ganar, piensan sus postuladores, en las aulas, desde las oenegés, desde las instancias de gobierno, prescindiendo no solo de la ciencia sino también de la libertad de los ciudadanos.

¿Una salida para el enredo? Saber que somos más, no solamente sino bastante más, que cuerpos sexuados, comprender que el alma no tiene género.

*Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare