La desesperanza aprendida

Es lo que les pasa a las personas sujetas a estímulos poderosos y totalmente contradictorios, a la esperanza y luego a la desesperanza, al pánico y a la tranquilidad.

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02 February 2017

En un artículo reciente el Dr. José María Sifontes, psiquiatra, escribió acerca de un experimento realizado por el Dr. Martin Seligman en 1967. En el experimento un perro era sometido a experiencias contradictorias en un cuarto dividido en dos partes por una pared baja que el perro podía saltar. De pronto, una luz roja se encendía, y el suelo de la zona donde estaba el perro se electrizaba. El perro saltaba a la otra zona y descubría que esa no estaba electrizada. Al ver la luz encenderse, sin esperar a que el piso se electrizara, se saltaba la barda y se quedaba tranquilo en el lado no electrizado.
 
Pero una vez se encendió la luz y al saltar se encontró que con que la zona a la que saltaba estaba electrizada y tenía que saltar de regreso a la otra. Al poco tiempo aprendió que al encenderse la luz no tenía que saltar. Pero de pronto entonces todo comenzó a cambiar caóticamente, de modo que a veces la luz anunciaba que se electrizaría el suelo en donde estaba, a veces que no, a veces que las dos se electrizarían al mismo tiempo, a veces que nada pasaría. El perro comenzó a llenarse de angustia. Primero se volvió agresivo, pero luego comenzó a deprimirse, hasta que llegó un momento en el que dejó de comer, y se tiró en el suelo sin reaccionar cuando le electrizaban el suelo. Había perdido la esperanza de poder alterar su destino, y se entregó pasivamente a lo que pasara. 

Este estado de ánimo se volvió permanente, aun cuando sacaron al perro de ese cuarto. A ese estado le llamaron “impotencia aprendida” o “desesperanza aprendida”. Es lo que les pasa a las personas sujetas a estímulos poderosos y totalmente contradictorios, a la esperanza y luego a la desesperanza, al pánico y a la tranquilidad. 

Stalin fue un experto en esta técnica. Por ejemplo, durante la época del Gran Terror mató a decenas de sus asistentes más cercanos, militares y civiles, tratándolos como al perro en el experimento. Los mató uno a uno, en una progresión en la que todos los que iban quedando vivos no podían tener ninguna duda racional de que el turno inevitablemente les iba a llegar a ellos. Se veían todos los días y hubieran podido unirse y derrotar a Stalin. Y sin embargo, no hicieron nada porque Stalin les había inducido la impotencia. 

Todos se daban cuenta de quién iba a ser la próxima víctima porque Stalin lo abrazaba y le decía frente a todos que lo quería mucho, y que a pesar de que había cometido muchos errores, y que aunque merecía castigos, nunca le haría nada. En las semanas siguientes Stalin lo sometía a un tratamiento de grandes cariños y amenazas cada vez más ominosas. A Nicolás Bukharin, por ejemplo, cuando ya Stalin lo había abrazado y amenazado por semanas, lo llegaron a buscar a media noche los de la NKVD, la policía secreta. En ese momento sonó el teléfono. Era Stalin, que le dijo que los mandara al diablo, porque él siempre lo iba a querer. Bukharin los mandó al diablo a los policías y se fueron. Un día, ya nadie detuvo a los de la NKVD, se lo llevaron y lo mataron después de una farsa de juicio. Nadie levantó un dedo por Bukharin. En el juicio, sin embargo, dijeron que Bukharin había denunciado como traidores a Stalin a otros de los íntimos de éste, y Stalin los abrazó, y les dijo que aunque merecían castigo, no les haría nada. El proceso volvió a comenzar. 

Uno piensa, ¿Cómo es posible que se dejaron? Y luego piensa, ¿no es esto lo que nos están haciendo, día a día, diciendo que van a tomar el poder total, que van a hacer de este país una Cuba y una Venezuela, para luego decir, “son exageraciones que decimos para nuestras bases, pero no haremos nada contra la democracia”? ¿No es lo mismo que invitar al diálogo y al mismo tiempo quemar llantas en las calles y desatar a los troles? Esas tácticas contradictorias son la manera de inocular la desesperanza aprendida, para que nadie se oponga a su asalto final al poder.
   


*Máster en Economía,
Northwestern University.
Columnista de El Diario de Hoy.