¿Epidemia para Centroamérica?

En esta era de la transparencia la gente sabe más, exige más y quiere más. La respuesta a todo este barullo debe ser institucional, necesita huir del inmediatismo y tiene que rechazar por completo el populismo.

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Por Mirna Navarrete

29 November 2017

Honduras pasa por un momento de inestabilidad política que podría derivar en una crisis de gobernabilidad. La combinación entre un candidato-presidente que manipuló la justicia constitucional para reelegirse, el retraso injustificable del Tribunal Supremo Electoral para declarar al vencedor, y la posibilidad de triunfo de otro “señor de la televisión” resulta para ese país –y quizás para la región entera– en un muy mal augurio.

En Centroamérica, como en el resto del Continente, a la democracia la amenazan enemigos despiadados. Las noticias falsas, la ira colectiva contra la clase política por la falta de resultados, el descrédito de las autoridades electorales, el espacio, cada vez mayor, para que el “personalismo” en la política penetre en las esferas de poder y terminen en el Ejecutivo candidatos, casi siempre populistas y sin partido, la reducida distancia entre perdedores y ganadores, y la manipulación de las Cortes de Constitucionalidad para lograr la reelección presidencial indefinida, representan algunas de las causas que van carcomiendo lentamente la confianza de los ciudadanos en las organizaciones partidarias, en la institucionalidad y, en general, en las elecciones como el mecanismo exclusivo para acceder a cargos públicos por el voto popular.

El Istmo presenta particularidades muy propias, en buena medida, como resultado de los factores señalados en el párrafo anterior. La permanente incertidumbre política en Guatemala, país en el que al mismo tiempo de tomar conciencia de la necesidad de erradicar la corrupción carece de un proyecto político sólido por la falta de partidos; la fragmentación legislativa en Costa Rica, república en la que, una vez procesados algunos expresidentes por presuntos malos manejos de fondos públicos, surgieron una decena de institutos políticos que terminaron con el bipartidismo, originando una seria parálisis que mantiene detenidos importantes asuntos como el de la reforma fiscal; el secuestro de las instituciones, asumido como incurable por la sociedad civil y prolongado en el tiempo por los Ortega-Murillo, que hace del régimen nicaragüense, parafraseando a Carlos Fernando Chamorro, una nación autoritaria en lo político, populista en lo social y liberal en lo económico; ahora la lucha incierta por la presidencia en Honduras y el desastroso papel del árbitro electoral; y la insistencia del principal partido de izquierda en El Salvador de amenazar al empresariado con llevar al país al socialismo, aunado al obstinado amago por violentar la independencia de los Órganos de Estado, desafían al liderazgo centroamericano a atender el germen del desajuste democrático que estamos presenciando.

Por otra parte el comportamiento de los dos candidatos más votados en las recientes elecciones hondureñas rememora una situación similar ocurrida en México durante los comicios de 2006 y destaca la relevancia de una justicia electoral oportuna e imparcial. El episodio protagonizado por Manuel Andrés López Obrador cuando desestimó el veredicto ciudadano que le concedió la victoria a Felipe Calderón, del Partido de Acción Nacional, se solventó con el fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Esta última entidad es la encargada de calificar la validez de las elecciones mientras que el organizador del evento es el Instituto Nacional Electoral.

Contar con un modelo desconcentrado, en el que una institución administra los procesos electorales y otra dirime, en plazos razonables, los conflictos que surgen cuando se presenta alguna irregularidad o se incumple la normativa sobre elecciones, le permitió a los mexicanos prevenir un trance que habría sido profundamente traumático para el proceso democrático iniciado en 1977. En las elecciones de diputados en 2014 y en las presidenciales de 2015, a falta de actuación del Tribunal Supremo Electoral, debió ser la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia la que resolviera las demandas de los partidos. Ello demuestra el incipiente desarrollo de la justicia electoral salvadoreña.

Los aspectos que están debilitando a los sistemas políticos en la región se asientan sobre el desnutrido crecimiento económico, un galopante desempleo y el amplio sector informal. También se aprovechan del deteriorado progreso social y del angustioso aumento de la pobreza. En esta era de la transparencia, la gente sabe más, exige más y quiere más. La respuesta a todo este barullo debe ser institucional, necesita huir del inmediatismo y tiene que rechazar por completo el populismo.

*Columnista de El Diario de Hoy