Los viajes son perfectos para retomar lecturas rezagadas por la esclavitud de la información constante que se consume en Internet. En los trayectos en avión, junto a desconocidos y contra la ventanilla a la que se asoman las nubes, las hojas de los libros son un descanso y un escape del estrés que día a día embrutece.
En un reciente vuelo a Nueva York al fin terminé M Train, el más reciente libro de la cantante Patti Smith. Sus memorias, Just Kids, que le valieron el Premio Nacional de Literatura en 2010, me habían parecido espléndidas. Eran sus recuerdos de juventud, cuando a principios de la década de los setenta compartía amor y piso con el desaparecido fotógrafo Robert Mapplethorpe. En aquel entonces Smith escribía poesía e intentaba abrirse paso en el mundo de la música. Su relación romántica se transformó en una sólida amistad que llevó a la cantante a cuidar de su examante antes de que éste muriera por complicaciones del sida.
Smith, cuyo estilo sigue siendo desgarbado y juvenil a pesar de sus setenta años, relató en Just Kids la primera época de sus incursiones artísticas en un Nueva York bohemio donde coincidió con Bob Dylan, Allen Ginsberg o Andy Warhol. Con M Train evoca la otra mitad de su vida, cuando se enamoró del también fallecido Fred Sonic Smith, músico como ella, y con quien tuvo dos hijos tras establecerse en Michigan para llevar una vida más retirada, pero no por ello menos intensa y creativa que la que mantuvo en compañía de Mapplethorpe.
En esta segunda parte de sus memorias la añoranza de Smith ralla en serena tristeza y desde el presente no puede ocultar la falta inmensa de su compañero sentimental --quien murió en 1994 a los 45 años-- junto al cual vivió los años más plenos, perfectamente sincronizados en las noches insomnes dedicados a la poesía, a la música, a las lecturas.
Porque si algo conserva Patti Smith es su pasión por la literatura que devora con la misma entrega que cuando era una niña enfermiza: lectora voraz de los poéticos románticos, de las novelas negras, Mikhail Bulgakov, Roberto Bolaño o Haruki Murakami. Para ella hay dos tipos de obras maestras: las monumentales y abarcadoras como Moby Dick o las que producen un efecto “devastador” en el lector, como es el caso del japonés Murakami y sus historias contemporáneas, en las que parece no suceder nada determinante pero la trama construye un estado de ánimo que es un puro trance hipnótico.
Así parece haber escrito Smith este libro sobre el devenir del tiempo y la pérdida de los seres más queridos. Sentada a diario en un café del East Village rememora a su marido, la infancia de sus hijos (ya adultos), su propia niñez y los viajes que la han llevado hasta la casa museo de Frida Kahlo, donde llegó a descansar sobre el camastro de Diego Rivera, o hasta un singular encuentro con el ajedrecista Bobby Fischer en Islandia.
Patti Smith ya es una señora mayor, pero cuesta imaginarla de otro modo que no sea con sus raídos vaqueros, su larga y canosa melena, sus anchos sombreros, su mirada entre extraviada y profundamente melancólica. Tan parecida a cuando era joven y su aspecto andrógino la confundía con un chico. Tan inquieta intelectualmente como en el pasado. Tan resignada a ser testigo de una agitada era de la que apenas quedan supervivientes con quienes compartir recuerdos.
Esta cantante pionera del movimiento punk que se hizo famosa con el potente tema “Because The Night” todavía da conciertos por el mundo y se aventura a recoger el Premio Nobel de Literatura en nombre de su amigo Dylan. Pero donde resulta más fácil encontrarla en el rincón de un café en Manhattan donde disciplinadamente garabatea poemas y escribe con punzante lirismo. Antes de aterrizar cierro el libro. Patti Smith es la mejor compañera de viaje.
*Periodista.
@ginamontaner