Nuestro Yo, al volante

Cuando conducimos somos más emocionales que racionales. Es parte de nuestra naturaleza. Se debe tener esto muy en cuenta e intentar que no nos dominen los impulsos.

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10 February 2017

No creo que resulte una gran revelación decir que en nuestro país manejar es peligroso. Podemos enumerar algunos factores como el exceso de velocidad, las condiciones de calles y carreteras, la alta densidad vehicular; que son riesgos constantes para accidentes. Pero no son estos factores en los que deseo centrarme sino en el peligro agregado de la facilidad con que muchos conductores, ante el menor incidente, explotan de ira y no tienen el menor reparo en mostrar su calibre 38 o desenvainar el machete. Es grande la cantidad de guerreros circulando en nuestras calles que, sin mayor problema, pasan del enojo a la amenaza y de la amenaza a la acción.

Aquí se puede perder la vida si se reclama a otro conductor o se pita de más, pues la suerte puede haber amanecido en contra y hacer que uno se tope con la persona equivocada, con una de mecha corta y rasgos psicopáticos.

La tendencia a que el nivel de agresividad aumente en los conductores es un fenómeno universal y conocido desde hace tiempo. Nos pasa a casi todos. Son realmente muy pocos los que pudieran decir que nunca se han exaltado cuando alguien les arrebata el carril, o que nunca han hecho lo mismo que los enoja.

Existen explicaciones psicológicas que aclaran las razones del por qué las personas se vuelven agresivas cuando están manejando, incluso aquellas que son pacíficas y tranquilas en otras circunstancias. En primer lugar porque el conducir es en sí misma una actividad estresante.
Se descarga adrenalina, aumenta el pulso y la presión arterial. El organismo se pone en modo alerta. Los sentidos se ven saturados de estímulos, y de esto solo falta un pequeño paso para que se active la Amígdala cerebral, la estructura que provoca la respuesta agresiva.

El bloqueo del objetivo es otro factor. Cuando se maneja se tiene un objetivo preciso, como el llegar a determinado lugar y a determinada hora. Cualquier interrupción a este objetivo provoca malestar y enojo. 

Existen reglas de tránsito bien establecidas pero, aparte de éstas, todos tenemos nuestras propias reglas no escritas, por ejemplo la velocidad a que debemos conducir en determinada calle, los cruces que nos permitimos hacer, etc. Si alguien transgrede nuestras reglas se convierte automáticamente en un inútil que no sabe manejar.

Otro elemento muy importante es el anonimato. Este va en dos vías. No conocemos al que conduce el otro vehículo y los otros conductores no saben quiénes somos. Al ser el otro conductor anónimo lo etiquetamos muy fácilmente y sin mayores elementos de prueba. Concluimos rápidamente que es un inconsciente, un abusivo que nos trata como si no existiéramos, o que simplemente es un (ustedes pongan el calificativo). Esto también explica la reacción de querer ver cómo es el que nos ha sobrepasado imprudentemente, para sacarlo del anonimato y confirmar la presunción de que tiene la cara de (pongan otra vez el calificativo que les parezca). Pero también nosotros somos anónimos para los otros conductores, y esto desinhibe la conducta. Nuestra identidad está protegida por metal, y podemos comportarnos libremente.
Actuaríamos de modo distinto si nuestro nombre estuviera pintado en la carrocería.

Cuando conducimos somos más emocionales que racionales. Es parte de nuestra naturaleza. Se debe tener esto muy en cuenta e intentar que no nos dominen los impulsos. Recordemos que aunque el aumento de la agresividad al volante es un fenómeno universal, aquí es un tanto más peligroso.

*Médico psiquiatra y columnista de El Diario de Hoy.