Política emocional

Vivimos una época en la que nada se halla suficientemente determinado. Ni las ideas, ni los amores, ni los empleos, ni la política, ni las leyes.

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13 January 2017

El próximo lunes vamos a conmemorar veinticinco años de la firma de la paz que puso fin a una guerra fratricida. Unos pactos que en su momento fueron un enorme avance en el camino de la convivencia pacífica. 

De lo que ha pasado desde 1992 y de las condiciones actuales, no tienen la culpa los Acuerdos de Paz, sino nosotros, todos, quienes hemos hecho con esos mimbres el tejido social en el que vivimos. Como bien se ha dicho, lo firmado resolvió los problemas de entonces y colocó las bases de una nueva sociedad, pero hoy los problemas y las gentes somos diferentes y, sobre todo, la política es otra cosa.

De acuerdo al recién fallecido sociólogo Zygmunt Bauman, vivimos una disociación entre economía y política. Un auge de poderosas fuerzas económicas y culturales globales que barren del mapa la política local. Es, en palabras de este autor, una “descompensación que arrasa leyes y referencias”, una fuerza que hace que los políticos “aparezcan como marionetas o como incompetentes, cuando no como corruptos”. 

Un fenómeno que se presenta ubicuamente y que podría describirse como una especie de venta masiva del alma: los ideales, los principios, los valores; al diablo: dinero, poder, puro y duro placer… Tanto en el plano personal: éste o aquél político, empresario, persona destacada, como en el plano social: comunidades enteras que pierden identidad, historia y valor, abatidas por la fuerza de la globalización de la cultura. Una cultura, hay que decirlo, chata, plana, horizontal; de masa y rebaño, en la que cualquiera que destaque es rechazado por el grupo.
 
Además, esta nueva forma de política, tiene una característica sumamente importante: su fundamentación no está en el pensamiento, sino en la emoción. No busca la verdad de las cosas, sino los estremecimientos (miedo, odio, envidia) como aglutinantes a la hora de encontrar cohesión social, y asideros para manipular las gentes. 

Esto es importante y digno de considerar, pues la emoción -como hemos vivido en carne propia-, si bien es muy adecuada para destruir, resulta especialmente inepta para construir.
 
Lo estamos viendo. La gente se reúne en las plazas y en las redes sociales, grita, se confabula, repite eslóganes, y logra derrocar gobiernos y llevar políticos a los tribunales. Todos están de acuerdo en lo que rechazan: corrupción, manipulación de la justicia, ineptitud patente de los gobernantes, etc. Pero si se preguntara a cada uno la solución para remediar la crisis, se recibirían tantas respuestas como indignados protestantes. 

La emoción, destaca Bauman, “hierve mucho pero también se enfría unos momentos después, porque es inestable e inapropiada para configurar nada coherente y duradero”. Si, además, aparece un líder acalorado, alguien con ideas diferentes, todos los indignados lo rechazarían; pues el poder y cohesión del grupo es, precisamente, la horizontalidad: sentirse juntos e iguales. De hecho lo que Bauman llama la “superindividualidad”, el aparecimiento de un líder, de un hombre fuerte como Putin o Trump, por ejemplo, no solo no consigue adhesiones, sino que provoca miedo, desconfianza, sospecha: refuerza la horizontalidad y la mediocridad de una masa que no sabe a ciencia cierta qué quiere, con excepción de la certeza de no querer ningún líder. 

Esa política emocional, líquida ¿será capaz de lograr cambios importantes, podrá enfrentarse a la ambición que alimenta la corrupción y presenta el poder como ideal? No. Repitámoslo: la emoción es apta para destruir, pero inepta para construir.

Vivimos una época en la que nada se halla suficientemente determinado. Ni las ideas, ni los amores, ni los empleos, ni la política, ni las leyes. Una situación bastante peligrosa pues si nada es sólido y todo es más bien líquido, emocional ¿cómo no pensar en la evaporación?


*Columnista de El Diario de Hoy. 
@carlosmayorare