La guerra del político a la prensa libre

Los medios, que se deben a sus audiencias, deben procurar en la medida de lo posible y a veces con periodismo investigativo voraz ser el pie de página a la incompletísima imagen que los políticos fraguan de sí mismos.

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29 January 2017

La guerra del político contra los medios no siempre lo fue. Inicialmente, el interés que la prensa tenía en él era desproporcional a sus méritos. Las historias que lo cubrían informaban poco, y en cierta medida, se habían convertido en repetidoras de los mensajes que el político -- que antes de eso sabía más de medios que de política y usaba su calidad de outsider como ventaja en un clima de hartazgo hacia la clase política tradicional -- tan cuidadosamente diseñaba. Esa misma calidad de outsider lo hacía una historia interesante que contar, más allá de una noticia informativa. Aún no estaban claras las consecuencias de que el político cambiara su estatus de celebridad menor por el de funcionario electo, por lo que el tratamiento mediático benevolente hacía poco o ningún daño.

Obsesionado con tener el control absoluto sobre su imagen pública y venderla a las masas, el político fomentó el culto a su propia personalidad haciendo un uso habilidoso de las redes sociales, específicamente de Twitter. De esa manera podía brincarse la necesidad de los medios de comunicación como intermediarios y hablar directamente con la gente. En Twitter escribía comentarios sobre temas de cultura popular y mostraba siempre un lado más relajado. Criticaba a su mismo partido, que resultaría demasiado cobarde y dependiente de su popularidad para asignar a sus críticas consecuencia de peso alguna o saber justificar por qué apoyaban la candidatura y gestión del político, si tan crítico era hacia ellos. Un ejercito de seguidores virtuales -- reales y comprados -- servían como el propulsor viral de sus mensajes. El político, recreándose en las simpatías recibidas, las magnificaba al repetir e informarle a todos sus seguidores las adulaciones de las que era sujeto.

Pero la luna de miel con los medios se acabó. Tenía que, desde el momento en que el político se convirtió en funcionario en virtud de que tradujo las adulaciones en votos y transformó su ejército de seguidores virtuales en un movimiento político. Se acabó simplemente porque el outsider ya no lo era. Se había convertido en parte de un sistema en el que el rol de los medios es encarar al poder y transparentarlo, no amplificar la controlada imagen que el político con tanta fiereza defendía. Pero cuando molesta el mensaje, una de las estrategias más usadas es atacar al mensajero. Y cuando se cuenta con un ejército de seguidores, se puede explotar su fidelidad para desacreditar mensajeros incómodos y para lanzar ataques, cibernéticos y reales a quien ose publicar narrativas en discordia con la imagen que tan cuidadosamente ha fraguado de sí mismo el político. 
 
Emprender la guerra contra los medios es entonces la mejor manera de renunciar a la responsabilidad democrática de dar cuentas al pueblo por las preguntas que pueda generar la gestión. Porque al final, como producto del sistema electoral democrático, cuando se es electo se administra sobre todos: los fieles seguidores y los críticos. Los que leen uno u otro periódico. Ninguno merece menos explicación. Los medios, que se deben a sus audiencias, deben procurar en la medida de lo posible y a veces con periodismo investigativo voraz (ese de consecuencias nixonianas) ser el pie de página a la incompletísima imagen que los políticos fraguan de sí mismos. Y es por eso que los periodistas -- todos -- se deben solidarizar entre sí para volverse la defensa del sistema democrático de libertades que requiere necesariamente de una prensa libre y denunciar a una sola voz al político que en retaliación por contenido que no le gusta, decide volverse juez arbitrario de lo que consiste periodismo y lo que no, cuando eso le toca a las audiencias. Le toca al periodismo ignorar el ego maltrecho del político, y es cuando más se enconcha y más limita el acceso el político resentido que más necesita la ciudadanía de los periodistas. Para combatir el mal periodismo existen las correcciones y otros mecanismos legales: del autoritarismo no se salva nadie.

ACLARACIÓN: Cuando hablo del político me refiero a Donald Trump. Cualquier parecido con la realidad de la alcaldía salvadoreña es mera coincidencia.


* Lic. en Derecho de ESEN
con maestría en Políticas Públicas
de Georgetown University.
Columnista de El Diario de Hoy.
@crislopezg