De heroína a cómplice

Ahora que se aproximan las elecciones de diputados, esperamos que las dulces promesas de los candidatos, con el tiempo, se conviertan en realidades.

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Por Elizabeth Castro

04 November 2017

Myanmar, ubicada en el sureste de Asia, ha resaltado en las noticias estos últimos meses por las violaciones a los derechos humanos de los rohinyás, una etnia de aproximadamente un millón de habitantes del norte del Estado de Rakhine. Esta población ha sido catalogada por la ONU como la minoría mundial más perseguida.

Alrededor de 2,000 rohinyás emigran diariamente desde el norte del país hasta Bangladés, para evitar ser víctimas de violencia, violaciones y maltrato por parte del ejército de Myanmar, su país geográfico, pero del que no gozan de ciudadanía. Al no pertenecer a ningún país, esta población musulmana sobrevive en condiciones de pobreza, analfabetismo, excluidos de muchos derechos y falta de acceso a los recursos básicos. Además, tienen que soportar discriminación al ser catalogados como inmigrantes ilegales, no reconocidos entre las 135 etnias del país, viviendo marginados por su religión y cultura, aun cuando han permanecido en esa región por siglos.

Lo que llama la atención a los analistas, es la frialdad e indiferencia por parte de la ganadora del premio nobel de la Paz (1991) y líder política de ese país, Aung San Suu Kyi. Activistas y otros ganadores del premio Nobel demandan que se le retire dicho honor, al considerar que no sigue siendo digna de poseerlo. Recientemente, el representante de Oxford en Inglaterra, ciudad donde estudió y vivió, le retiró el premio “Freedom of Oxford” y un cuadro con su imagen fue ocultado de una de las universidades de dicha ciudad.

El problema no ha sido el silencio de esta consejera de Estado, sino su pasividad ante el tema: no reconocer a esta población como etnia, atribuir la violencia al terrorismo, no condenar el uso de la fuerza militar respecto a la violación a los derechos humanos, el apoyo al bloqueo a la ayuda internacional para esta región, y calificar de “exageradas” las denuncias sobre lo que está sucediendo, cuando existe reportes que narran y detallan los abusos cometidos.

Dama de dulces y sutiles palabras, discursos inspiradores y ejemplo de muchas mujeres líderes, optó por un cómodo y cómplice silencio, probablemente influenciada por su partido, así como por el tan humano temor de arriesgar su ventajosa posición actual como funcionaria del Estado. Los ideales que defendió, por los que sufrió y hasta por los que vivió en prisión, han sido olvidados ahora que está en el poder. El coraje y valentía que una vez demostró al luchar por su país, por la democracia, por los derechos humanos y por la protección de los menos favorecidos, quedaron confinados a sus discursos, libros y películas que narran su pasado como activista a favor de los derechos de su pueblo, derechos que ahora ella, una vez en el poder, pareciera que ha olvidado.

¿Cómo pasamos de tener ideales por el bien de nuestro país, a concentrarnos en nuestro egoísmo económico y hambre de poder? ¿Cuándo pasamos de ser héroes a cómplices de la injusticia social? La respuesta es que nos convertimos en cómplices cuando no denunciamos lo injusto, cuando una vez en el poder, lo utilizamos para imponer nuestro criterio y voluntad, cultivando la intolerancia sin respetar la opinión de los demás.

Observamos con tristeza que muchos otrora luchadores por los derechos del pueblo se convirtieron, al pasar el tiempo, en cómplices de los abusos cometidos por el Estado u otros grupos de poder; utilizando esa “complicidad” como un mecanismo para conservar el poder político que eventualmente alcanzaron; convirtiéndose en simples mercaderes de las conveniencias políticas de turno, en apóstoles de lo incorrecto, dando un beso traidor como Judas, a lo que una vez amaron y juraron servir: su propio pueblo.

Ahora que se aproximan las elecciones de diputados, esperamos que las dulces promesas de los candidatos, con el tiempo, se conviertan en realidades. Nosotros, como sociedad civil, estaremos expectantes que así sea, no estamos dispuestos a convertirnos en cómplices silenciosos del dolor de nuestro pueblo.

*Cecilia Marina González Amaya

Colaboradora de El Diario de Hoy