Mi encuentro con Fidel

Al entrar a mi habitación me encontré con Fidel. Hablaba desde la pantalla del televisor con notable entusiasmo. Como no estaba dispuesto a escucharlo, intenté apagar el aparato. Fue imposible.

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02 December 2016

En el año 2005 hice una escala de veintiocho horas en La Habana. Viajaba con bastantes expectativas, pues pensaba que iba a ser una buena oportunidad para comprobar todo lo que había oído del paraíso, o del infierno, cubano.

Mi primer encuentro fue en migración. El oficial que me atendió me pidió el pasaporte, boleto aéreo, reserva de hotel, visa cubana (que había comprado en Comalapa) y tarjeta de crédito. Ante mi asombro, después de ver una y otra vez el pasaporte, desapareció con todos los documentos. Se fue, y me dejó en un cubículo, observado –supongo– por ojos que yo no veía. Después de unos diez minutos me pregunté ¿y yo qué hago aquí solo, sin nada, a merced de estas personas? Menos mal mantuve la calma y al cabo de un rato que me pareció larguísimo, volvió a aparecer el oficial, me devolvió los papeles, puso el sello en el pasaporte, y me permitió entrar a Cuba.

Todavía con el susto en el cuerpo pasé por el cuarto de baño. No había nadie, y cuando me dirigí a la puerta para salir, otra sorpresa: en mi camino se interponía una mujer policía que contestó a mi tímido “buenas noches” con un –¿De dónde tú vienes? –De El Salvador, dije, e intenté pasar, pero ella no se movió. Me preguntó –¿Qué tú tienes para mí?... A lo que respondí con un seco “nada”, que no le impidió decirme: –¿Traes chocolate, pasta de dientes, jabón…? Entonces, como vi de qué iba la cosa, simplemente la rodeé y logré salir del baño preguntándome qué más “sustos” me depararía mi corta estancia en la isla.

Me dirigí al hotel, una torre altísima a la orilla del mar, en la zona de embajadas. Se notaba que había tenido tiempos mejores. Con su calamitoso estado, uno que otro vidrio roto, falta de limpieza en los pasillos y la cara de hastío del personal que me atendió, me pareció un fiel reflejo de la situación cubana.

Al entrar a mi habitación me encontré con Fidel. Hablaba desde la pantalla del televisor con notable entusiasmo. Como no estaba dispuesto a escucharlo, intenté apagar el aparato. Fue imposible: no había ni control remoto, ni botones en la TV, y cuando intenté desenchufarlo me encontré con que el cable se perdía por un agujero en la pared… Así que no tuve más remedio que dormirme arrullado por la perorata del Comandante.

Al día siguiente tomé un tour por la ciudad. El guía se deshacía en elogios a la Revolución y a Fidel, y en cada parada cantaba las excelencias del régimen. Pero sus alabanzas no impidieron que la gente de a pie se nos acercara para intentar que les compráramos ron y tabaco, viejos ejemplares del Granma con noticias importantes en la portada, o contactos para pasar la noche acompañado. Incluso en un par de ocasiones me propusieron comprar mi camiseta… Tampoco pudo evitar que viéramos una ciudad detenida en el tiempo, sucia, una inmensa barriada en lánguido descuido. 

Cuando pasamos al lado de zonas valladas, en las que se entreveían auténticas mansiones, un lago artificial y cuidados jardines, el guía no contestó a la pregunta de los turistas, porque no podía decir que en esas urbanizaciones vivían aquellos que eran menos iguales que los demás… porque la diferencia era más que evidente.

Solo al final del día, cuando me dirigía al aeropuerto, cobraron para mí sentido la multitud de carteles enormes que desde todas las esquinas, luciendo un llamativo “vamos bien” mostraban un sonriente Fidel dirigiéndose a los cubanos. Pues comprendí con más claridad que es la propaganda, no la religión, el verdadero opio del pueblo. 

*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare