Pocos nos detenemos a pensar cómo es la vida de un policía en El Salvador. Los vemos a diario, en sus austeros uniformes negros, cuidando a la ciudadanía honrada que se atreve a salir a la calle en la busca diaria del pan de cada día.
Ahí están en la esquina de tu colonia o patrullando en calles o caminos vecinales de este inmenso campo de batalla en que se ha convertido El Salvador. De tanto verlos, se han convertido en “parte del paisaje”, sin que nadie se pregunte los sacrificios que esos hombres y mujeres de azul realizan cada vez que salen de su casa a cumplir con uno de los empleos más peligrosos que hay en El Salvador.
El día normal de un policía inicia temprano por la mañana, dando besos y abrazos apretados a sus seres queridos, porque simplemente no sabe si va a ser la última vez o si podrá regresar a su hogar.
Botas recién lustradas, uniforme limpio y reglamentario. El día inicia entre conversaciones que giran sobre hijos o familia... O sobre la muerte de algún compañero. En esa línea de trabajo, la muerte es una constante. El turno es recibido en formación. Se lee la orden diaria, se entrega la misión específica del sector. Si desayunaron o no, no es problema de la institución, ya que un policía promedio debe cubrir con sus propios fondos lo que pueda comprar para alimentación.
A medida que va pasando el día, viven lo de siempre: un contacto permanente con el dolor humano. Desde atender algún caso de violencia intrafamiliar, en donde usualmente la mujer es la víctima, hasta brindar apoyo al tráfico, en pleno sol del mediodía, con unos uniformes oscuros y de tela gruesa, que los asfixian y sofocan, pero aun así, sin una queja en los labios, se continúa apoyando a la ciudadanía.
Las labores incluyen el patrullaje vecinal, caminando horas por la calles, aceras o caminos vecinales y rurales, cubren así la zona que les ha sido asignada. Con frecuencia -con mayor frecuencia de lo que ellos quisieran- reciben aviso del 911 que han descubierto un cadáver. Se tienen que mover de un sector a otro a como dé lugar, ya que el uso de las patrullas es limitado. A veces se trasladan varias cuadras, del sector en que se encuentran hasta otro que está al límite del municipio. En ocasiones, atravesando un río o una quebrada o en medio de una zona hostil, claramente controlada por las maras.
A veces rápido, a veces después de varias horas, ellos logran encontrar el cadáver. Usualmente se trata de una persona joven, cipote, en los mejores años de su vida. Casi siempre con tatuajes. Sangre, dolor y muerte pasaron de ser una variable a ser una constante en la sociedad salvadoreña. Llanto de familiares. Medicina Legal y Fiscalía tomándose su tiempo para llegar. No es su culpa, también están hasta el tope de casos y reconocimientos. El procedimiento por lo general se alarga, a veces hasta la medianoche. Finalizado el reconocimiento, se acuerdan de que no han cenado. Solo les dan media hora para cenar. Con frecuencia, en el sector donde se encuentran ya no hay comida disponible. Si tienen suerte, pueden conseguir una sopa instantánea, para evitar pasar más de 10 horas sin comer.
Las obligaciones no paran. Levantados al amanecer, luego de una incómoda noche de sueño en el catre que les brinda la institución, deben de elaborar los reportes que más parecen un resumen del horror que viven las personas menos afortunadas en El Salvador, en donde el crimen e inseguridad, hijos de la pobreza y de las torpezas históricas de los políticos salvadoreños, han afincado su reinado. Devuelven sus informes a sus superiores y terminan así su turno de 24 -agotadoras, estresantes y a veces, frustrantes- horas.
Los policías salvadoreños son la última barrera que nos separa de la barbarie. Con un más que modesto salario, pero con una tonelada de vocación y buena voluntad, hombres y mujeres atienden el llamado de la Patria, una Patria ingrata que muchas veces se olvida de ellos, cuando son ellos los que están en necesidad: viudas de agentes sin apoyo, bonos sin pagar, instalaciones sucias y muchas veces en ruinas, delegaciones sin equipos para desarrollar una adecuada investigación del delito, y así, una larga camándula de falencias en el cuerpo policial, que precisamente ocurren en uno de los países más violentos y peligrosos del mundo, todo lo cual sucede mientras unos pocos privilegiados se bañan en la dorada cascada de la corrupción.
¡Gracias, señores policías! ¡Gracias por su sacrificio! Solo un consejo, la próxima vez que alguien les pregunte a qué se dedican, digan con mucho orgullo: “¿Mi profesión u oficio? Héroe”.
*Abogado, máster en leyes.
@MaxMojica