Hay personas dignas de admirar en este mundo, por sus habilidades, talentos, carácter o personalidad. Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei entre 1994 y 2016, fue una de ellas. Su humildad, alegría, sencillez y caridad resultaban atractivas para cualquiera, independientemente de su creencia o religión.
En una ocasión, un amigo que se considera agnóstico participó en un encuentro con Mons. Echevarría. Al finalizar, me llamó y con emoción me dijo: “Ahora entiendo por qué simplemente le dicen ‘Padre’. Esperaba escuchar palabras duras y moralismos, incluso condenas, pero lo que oí fueron palabras de consuelo, misericordia y mucha familiaridad”.
Tuve la oportunidad de conocer personalmente al Padre y de verle en distintas ocasiones durante los años que viví en la Ciudad eterna. Desde un inicio, se percibía su delicadeza y amabilidad en el trato, la cual iba más allá de una simple cordialidad. Él realmente se interesaba y se preocupaba por los demás.
La primera vez que le vi, me presenté con mi nombre. La persona que estaba a mi lado dijo al Prelado que en realidad yo era mejor conocido por mi apodo. El Padre me preguntó si me gustaba que me dijeran así y respondí que sí. Desde entonces, cada vez que le lograba saludar, me llamaba con ese apelativo familiar.
En 2000 y en 2014 visitó El Salvador. Tres meses después de ese último viaje, al encontrarlo en Roma, me contó lo que había visto en nuestro país y que conoció a mi abuelo (se acordaba de su nombre y de cómo se había presentado). Además, me dijo que rezaba por estas tierras, entre otras cosas para que cesara la violencia: “Es muy fácil pedir por tu país. El nombre ‘El Salvador ayuda’, pues recuerda a Jesús”, fueron sus palabras.
Este año, en Semana Santa, regresé a Roma y pude ver al Padre en un encuentro con universitarios. Le saludé y con gran afecto me preguntó por mi familia, amigos, por el país y por mi trabajo de periodista.
Ese cariño que mostraba conmigo lo tenía con todos. No se trataba de una simple capacidad humana que le facilitaba el trato con la gente. Más allá de eso, tenía sus raíces fundamentadas en una profunda vida interior. El Padre era, ante todo, un hombre de oración y de mucha visión sobrenatural.
La Misa fue el centro de su día y quien lo veía celebrarla se daba cuenta inmediatamente de ello: pronunciaba detenidamente cada palabra y hacía pausadas genuflexiones o inclinaciones en el momento de la consagración, sin importar su avanzada edad. En unas ordenaciones sacerdotales, me impactó el abrazo lleno de ternura y confianza paternal que dio a cada uno de los nuevos presbíteros.
Josemaría Escrivá, fundador de la Obra, en 1970 durante su viaje a México, frente a un cuadro que representa a la Guadalupana dando una flor al indio Juan Diego, expresó que de esa forma le hubiese gustado morir: mirando a la Virgen mientras ella le entregaba una flor. El 26 de junio de 1975, Escrivá murió como deseaba. Entró a su habitación, saludó la imagen de la Virgen de Guadalupe y acto seguido falleció.
El Padre, quien siempre imitó y siguió fielmente los pasos de Escrivá, también tenía gran devoción a María. Dan fe de ello las constantes miradas que dirigía a las imágenes marianas en su camino y cómo aprovechaba los desplazamientos dentro y fuera de Roma para rezar el Rosario. Mons. Echeverría falleció el 12 de diciembre de este año, día en el que la Iglesia Católica celebra a la Virgen de Guadalupe.
La vida del Padre es el testimonio de un hombre entregado que se supo dar a los demás porque en ellos veía al Amor de sus amores. Él, al igual que sus predecesores –un santo, Josemaría Escrivá, y un beato, Álvaro del Portillo-, llegó a la meta dándolo todo, exprimido como un limón.
*Periodista.
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