Indiana Jones y los cazadores del arca perdida fue una película de ficción de los años ochenta. A los que para esos entonces todavía pedíamos permiso para ir al cine, la película nos mantuvo a la orilla del asiento con sus escenas de acción y sus “impactantes” efectos especiales.
La historia nos cuenta las arriesgadas aventuras de un profesor de arqueología, dispuesto a dar el todo por el todo, con tal de encontrar unas únicas reliquias históricas: el Arca de la Alianza, en donde se conservan las Tablas de la Ley que Dios mismo entregó a Moisés. Según la leyenda extrabíblica (en la que se basa la historia), quien las poseyera adquiriría un poder absoluto, por ello los nazis la buscaban en plena competencia con Indiana, estos últimos, asesorados por un arqueólogo rival a Jones. ¡Menuda trama aderezada con balazos, saltos de carros en llamas y golpes a montón!
Si Indiana fuera real, su misión en El Salvador sería buscar la ética perdida de nuestros funcionarios púbicos… misión mucho más ardua, complicada y peligrosa que encontrar el Arca del Alianza, ya que si en algo es pródigo nuestro querido país, es en estar lleno de funcionarios que compiten por asombrar a los ciudadanos, por las creativas formas que descubren para burlar los severos controles impuestos por la Corte de Cuentas.
El arqueólogo aventurero seguramente se perdería en la jungla de la Asamblea Legislativa. En ella, sin brújula alguna y sin poderse guiar ni por el sol o las estrellas (así de tupida es la selva legislativa), arriesgaría su vida al tratar de encontrar la ética de los Diputados que, cual Sumos Sacerdotes de una extraña raza, sacrifican el presupuesto de la Asamblea Legislativa, en sacrificio cruento hecho en el altar de sus intereses personales. En donde cortan gruesas porciones de donaciones que generosamente reparten a oenegés, casualmente administradas por una tóxica mezcla de simpatizantes ideológicos o de familiares silenciosos y reservados, que no cuentan –ni aún a sus más próximos- sobre sus actividades en dichas entidades. Dicen por ahí, que cuando Indiana les preguntó a dónde estaba su ética, ellos contestaron con un lacónico: “no me acuerdo”.
En las calientes arenas del desierto de una Alcaldía. Indiana -desesperado por el sol y la sed- buscaría por todas partes la ética perdida del pacífico Príncipe de tales comarcas, quien como gracioso sultán, reparte cargos ad-honorem entre parientes y allegados. El Príncipe, que se considera superior a cualquier ley escrita por los hombres, paga magnánimamente las multas que le imponen los Tribunales de Ética, por ese pequeño detalle de contratar a sus familiares cuando la ley lo prohíbe. El Príncipe, aún y cuando fue condenado por el plebeyo tribunal, se resiste a despedir a sus consanguíneos, ya que de todos modos están de choto, además de tener esa férrea convicción de que la ley aplica para todos, menos para él, claro. De buena fuente me informaron que Indiana abandonó la búsqueda de su ética perdida, por que un ejército de Trolles lo atacó en medio del desierto, amenazándolo en secreto con viralizar no sé qué fotos que Indiana se tomó cuando era cipote y que le hackearon de su computadora. Por supuesto que fue un caso aislado, con el que Príncipe no tuvo nada que ver.
Desesperado por que no encontraba la ética por ninguna parte, Indiana buscó el sabio consejo de otro profesor, quien, en vez de dar respuestas, le entregó un misterioso discurso-acertijo. El discurso estaba lleno de medias verdades o verdades a medias (depende de si éste se leía de derecha a izquierda o viceversa). En el discurso, las cifras del PIB estaban al revés, mientras que las proyecciones económicas las habían escrito unos gitanos que predecían el futuro en las calles de La Habana. Nuestro héroe descubrió a tiempo que el discurso era una trampa: si lo seguía tal como estaba redactado, te llevaba a una profunda caverna de la cual ningún ser humano habría podido salir. A punto de perecer, Indiana logró escapar de la mortal trampa, montado en un brioso corcel llamado CICIG.
Luego de tan infructuosa búsqueda, cuentan que Indiana Jones decidió que sus habilidades como arqueólogo no servían para nada, nunca logró encontrar la ética pérdida de nuestros funcionarios. Entonces decidió retirarse, lo malo es que sus pensiones habían sido nacionalizadas, por lo que no le quedó otra más que irse de mojado. Actualmente trabaja haciendo limpieza en un restaurante de comida rápida, y es que aparentemente ese es el destino que nos va quedando como salvadoreños, mientras vivamos en un país que requiera de cazadores de la ética perdida... de los funcionarios.
*Abogado, máster en leyes.
@MaxMojica