Han pasado ya casi seis años del inicio del periodo más agitado de la historia política reciente.
Con el advenimiento de nuevas formas de comunicarse y el acercamiento de los funcionarios a los ciudadanos por medio de redes sociales -además de una inusitada capacidad de convocatoria-, 2011 se constituyó como el primer año de la sociedad civil.
Desde las calles de Túnez, pasando por la Plaza del Tahrir en El Cairo y hasta algunos parques en Madrid y San Salvador, ese año dio muestras de una verdadera indignación global por cómo se manejaba la cosa pública y parecía que por fin la ciudadanía se apropiaba de sus espacios.
En el norte de África, en ese año cayeron los regímenes de Ben Ali en Túnez, Hosni Mubarak en Egipto y Muammar Gaddafi en Libia. El mundo explotó temporalmente en júbilo al ver que una de las regiones más propensas a los caudillos estaba empezando a expulsarlos.
Sin embargo, años después vemos que todos los indicadores de institucionalidad, estado de derecho e incluso seguridad han desmejorado en estos países. ¿No fueron suficientes las primaveras? ¿Qué hizo falta?
Hago esta reflexión a diez días del final de un turbulento 2016 en El Salvador. En los últimos doce meses, acompañados de una Fiscalía firme, una Corte Suprema valiente y poderosas herramientas de acceso a la información, se han ventilado casos de corrupción que llegan hasta esferas que siempre consideramos intocables.
Este año ha sido el del destape a la corrupción y clausura dignamente el ciclo de ciudadanía que inició en 2011, con el tristemente célebre decreto 743.
Este no es momento de dormir victoriosos en los laureles. Como ciudadanía, como prensa y como comunidad internacional se debe continuar la titánica tarea de exponer el mal uso de los recursos y las actitudes poco democráticas de quienes nos gobiernan.
Habiendo dicho esto, para el año que entra, me parece que los dos retos principales ya no residen exclusivamente en el terreno de juego de la sociedad civil, sino en el poder judicial y los partidos políticos, para así complementar los incipientes avances en la consolidación institucional del país.
El mismo Fiscal General ha expuesto que pese a las completas investigaciones de corrupción y crimen organizado, entre muchos otros delitos, hay tanta podredumbre en el aparato judicial (o “clicas de jueces”, como él las llamó) que muchos casos nunca llegan a su fin.
Sin la certeza de castigo, hay pocos incentivos para dejar de ser corrupto. Además, el entusiasmo ciudadano se desinfla al ver que las investigaciones bien fundamentadas terminan en... nada.
Esto le permite a los corruptos ganar la batalla mediática, pues al no haber condenas firmes, siguen siendo inocentes y pueden repartir la perorata oportunista de la “persecución política”.
Por otra parte, los partidos políticos nos han demostrado no ser dignos de nuestra confianza. Estos no han hecho mérito alguno para considerarlos entidades consistentes y apegadas a un ideario concreto. Más bien parecen sujetos a un interminable y fatal cálculo de conveniencias.
Es urgente su fortalecimiento para tener mecanismos serios de transformación de demandas ciudadanas en políticas públicas y proyectos de ley.
De no suceder esto, transitaríamos el peligroso camino de la antipolítica, donde el descontento ciudadano y las crisis de seguridad y economía terminan siendo retomadas por “líderes” carismáticos ansiosos de concentrar el poder y multiplicar su vanidad.
Al entrar a 2017, la ciudadanía salvadoreña está en un enorme punto de inflexión. Puede, por un lado, consolidar su lucha contra el mal gobierno, apoyando el fortalecimiento institucional y acuerpando a los funcionarios que se ven bajo ataques cada vez que muestran independencia. Puede, además, exigirle a sus partidos seriedad y discursos coherentes con la realidad.
De no hacerlo, 2017 se convertiría en el año de la antipolítica y la impunidad, en el que un país completo se dejó llevar por cantos de sirena y terminó estrellado en las rocas del caudillismo. En el que un país estuvo tan cerca de ser ejemplar, pero volvió a su estado típico de miseria institucional.
La primavera árabe de 2011 ya nos dio sus lecciones. No solo se trata de derribar a los corruptos, autoritarios y abusivos y luego volver al sofá. Si no se construye la institucionalidad necesaria, nos habremos curado de una gripe para que nos dé una neumonía institucional.
*Columnista de El Diario de Hoy.
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