Un cuento de Navidad

Cuando la mamá y el Niño le sonrieron, supo por qué Dios y los burritos se entienden a las mil maravillas, y por qué uno de sus descendientes sería trono de Dios.  

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23 December 2016

Tenía sueño, frío y no había nada que comer. Era una noche de invierno, de esas en que uno da gracias a Dios por tener dónde resguardarse, pues fuera soplaba el viento con fuerza, y de vez en cuando se escuchaban los silbidos de los pastores mezclándose con los ladridos de los perros, mientras buscaban alguna oveja tonta que se había separado del rebaño. 

Oyó unas voces que captaron su atención, pero como él no era el dueño de la casa no le importó, se arrebujó en su puesto e intentó seguir durmiendo. Sin embargo, el patrón lo despertó a sacudidas y lo hizo apartarse con malas maneras, que no le hicieron ninguna gracia. Algunas personas hablaban y gesticulaban diciendo cosas que no terminó de comprender. A pesar de sus pocos años, sabía que cuando la gente se pone a negociar, es mejor hacerse a un lado… así que retrocedió hasta un lugar discreto desde el que, sin ser notado, podría ver en qué paraba aquello.

Al fin se fueron todos excepto una pareja de jóvenes, casi niños, que se dispusieron a arreglar el lugar, con la clara intención de pasar la noche a cobijo. Se alegró cuando vio entrar al muchacho con un manojo de heno fresco y más aún cuando lo esparció en el pesebre (hacía mucho que no había hierba fresca en el comedero), aunque él prefirió seguir medio escondido. Al principio se sintió desconcertado, pero luego, cuando la señora -que era casi una niña, aunque estaba esperando un hijo- encendió el fuego, se fue amodorrando por el calorcito y se le bajaron sus pesados párpados, hasta dormirse nuevamente. 

Lo despertó una música extraña. Un tipo de melodía que se escuchaba con el corazón, más que con los oídos… Sí, eso era: una armonía celestial habría dicho, si hubiera tenido alguna idea sobre el cielo, una música que te llenaba de alegría y de paz, de ganas de ser mejor y de servir a los demás, que te hacía darte cuenta de que algo importante, extraordinario, estaba pasando. 

Y la luz… pensó que era medio día, pero el frío y la oscuridad de fuera, que se colaban por el ventanuco sin cristales, no dejaban duda de que estaban en lo más profundo de la noche. Si no hubiera sido por el joven y su esposa, que velaban amorosamente al Niño recién nacido, habría salido corriendo de allí ¡dónde se ha visto que a media noche se haga de día en una cueva, después de que dos intrusos se adueñaran de ella!

Y entonces empezó a llegar gente otra vez. Supo inmediatamente que eran pastores: se olían de lejos y su tosca manera de hablar los delataba. Pensó que seguían buscando alguna oveja extraviada, pero no: traían queso, leche fresca, más leña, un poco de aceite, huevos… se los daban al joven papá y se inclinaban para adorar al Niño, que dormía plácidamente en los brazos de su mamá, mientras el muchacho acomodaba los presentes y les ofrecía algo como refrigerio. 

No entendía la actitud de la mula, ni la del buey ¡Los extraños no solo les habían invadido el lugar, sino que además habían invitado más gente a entrar! Sin embargo, él tampoco sabía qué hacer. 

Sigilosamente, lo más discretamente que pudo, se acercó al Bebé y al verlo comprendió todo. Entendió lo de la estrella nueva, la música celestial y la luz de media noche, los regalos de los pastores y todo lo demás. Cuando la mamá y el Niño le sonrieron, supo por qué Dios y los burritos se entienden a las mil maravillas, y por qué uno de sus descendientes sería trono de Dios. 

*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare