Aquellos diciembres…

Las puertas de las casas nunca estaban cerradas. Los comensales –que no necesitaban invitación para llegar– entraban y salían a voluntad. Todo entre sonrisas, abrazos y cuetes. 

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25 December 2016

Es importante dejar en claro que el dicho que dice que “todo tiempo pasado, es mejor”, no siempre es real. La mayoría de veces las cosas o situaciones cambian, y cambian para mejorar. Si no veamos como hemos avanzado: grandes avances médicos, fortalecimiento institucional respecto a los derechos humanos, empoderamiento de las mujeres en la política, en las empresas y en la sociedad, una sociedad civil cada vez más organizada, consciente y activa en el ejercicio de sus derechos, respeto de los gobiernos y grupos de poder en relación a las minorías, y rechazo casi unánime a taras históricas como el racismo, etc.

Pero… no obstante de los innegables avances que como salvadoreños hemos experimentado, existe cierto deje de nostalgia cuando nos recordamos de tiempos “pasados”. En estos últimos 40 años hemos cambiado mucho, y no solo por esas líneas de expresión en nuestros rostros -cada vez más profundas por ese escurridizo colágeno- sino por cómo han cambiado nuestras costumbres y formas de vivir, las cuales son radicalmente diferentes a lo que vivimos en las últimas décadas del siglo pasado, lo cual se hace más notorio especialmente en la época de Navidad.

La época “navideña” realmente no empezaba en diciembre. Para los bichos, la temporada realmente iniciaba en octubre, con las entregas de notas finales, que marcaban el cierre del año lectivo. Coincidiendo con la llegada de los sabrosos “vientos de octubre”, los cipotes salíamos en tropel a la calle: en bicicletas, patines, con la pelota o con alguna piscucha artesanal bajo el brazo. Salíamos sin ningún reparo de nuestros padres, por que las calles eran seguras. La hora de los juegos iniciaba temprano por la mañana, solo interrumpida por un breve descanso al mediodía, para reiniciarse temprano por la tarde, no terminando hasta entrada la noche.

A pesar de que no existían los teléfonos celulares y mucho menos las actuales versiones inteligentes, los papás se “desconectaban” de sus hijos, sin el más mínimo temor. Eran épocas pletóricas de confianza. Nadie temía. Nadie sospechaba. Nadie dudaba. Los padres dejaban salir a sus hijos a jugar a la calle, a la colonia o a los parques, sin mayores preocupaciones, aún y sabiendo que no podrían comunicarse con ellos, pero conocedores que el mayor peligro que corríamos era pegarnos un gran raspón si te caías de la patineta; el cual, de todos modos, ocultabas a tu madre, por que si no te ponía una pincelada de “Mertiolate” que te dolía hasta el alma. De verdad que era preferible exponerte a la gangrena, que sufrir el ardor de ese menjurje morado.

Para los niños y jóvenes, los juegos eran reales y aunque no lo crean, los amigos conversaban entre sí, cara a cara y no por WhatsApp. Las divisiones sociales entre los cipotes se desdibujaban o eran inexistentes: tan pronto estabas jugando futbolito macho con el hijo del cuidandero del parque o con el hijo de la señora que repartía las tortillas, como con tus compañeros de colegio, para terminar luego todos, comiéndose una charamusca en la tienda de la colonia. La Navidad en sí misma era lo más esperado del año. El Gran acontecimiento. No solo por que se vivía una inocente fe respecto a la celebración del nacimiento del Hijo de Dios, sino porque verdaderamente se respiraba amor, paz y hermandad. El Gran Día iniciaba con la misa de “seis”, a la cual asistíamos todos, grandes y pequeños, debidamente ataviados con nuestros estrenos de Navidad. La misa era prácticamente una reunión de amigos y parientes. Luego de la misa y la larga conversación que seguía en el atrio de la Iglesia, empezaban formalmente las fiestas.

Cada casa, independientemente a su nivel socio económico, se preocupaba por tener una cena de Navidad para propios y extraños. Desde boquitas, hasta una gallina o chumpe indio, tamales o pierna de cerdo. Había de todo, para todos los gustos y capacidades económicas; pero lo que más recuerdo y extraño, eran las puertas abiertas: la puertas de las casas nunca estaban cerradas. Los comensales –que no necesitaban invitación para llegar– entraban y salían a voluntad. Todo entre sonrisas, abrazos y cuetes. Amigos, parientes y vecinos llegaban a saludar y compartían una boquita o un traguito. Todo era armonía. Todo era fiesta. Ahora que lo pienso, me resulta curioso que a pesar de las puertas abiertas, nunca recuerdo haber sentido inseguridad. 

Ahora hemos perdido esos diciembres. Ahora somos una sociedad lúgubre, de puertas cerradas y casas de hermosa arquitectura, pero amuralladas. Somos una familia de cibernautas, reunidos alrededor del pavo mientras nos tomamos selfies, en donde nuestros hijos tienen de todo, menos libertad. Los tiempos pasados no siempre fueron mejores, pero la verdad es que no hay nada comparable con aquellos diciembres: eran navidades en familia, entre amigos, en confianza y en libertad, eran aquellos diciembres…

*Abogado, máster en leyes.
@MaxMojica