Todos los años durante mi infancia, una de las tradiciones navideñas que con más emoción esperaba siempre era la de las posadas. Nos juntábamos con varias familias de todos los tamaños en alguna casa, cada familia contribuía a la merienda común y nos repartíamos fotocopias con la letra de la canción de las posadas. Luego, con la mitad de la gente dentro y la otra mitad fuera llevando en andas alguna imagen de la Sagrada Familia, íbamos cantando los versos por turnos, contando a través de la canción la historia de cómo a San José y a la Virgen se les negó posada en todos lados. Claramente, en las posadas navideñas el cuento termina bien, con aquello de “Entren santos peregrinos, reciban este rincón, que aunque es pobre la morada se las doy de corazón”.
Luego de los cantos y la merienda, todos nos íbamos con el corazón contento, con la satisfacción de tener la certeza que de haber estado nosotros en Belén aquella noche, sin duda habríamos alojado a los padres del niño Dios. Que nosotros habríamos sido diferentes a los tantos posaderos de la historia cerrando puertas en las caras de esa pobre familia joven y foránea, con el miedo quizás que da ser padres primerizos. Sin embargo, la realidad actual refleja que quizás no somos tan acogedores o caritativos como de niños nos pensábamos. Los gobiernos que hemos construido de grandes y que actúan en nuestra representación, de hecho no lo son.
En Siria, la reciente caída de la ciudad de Aleppo a las fuerzas oficiales dejó miles de muertos y un sinfín más de desplazados. Refugiados, les dicen, palabra curiosa para describir a alguien a quien nadie quiere dar refugio. Que drenarán los fondos públicos, dicen. Que se cuelan los terroristas, dicen. Como los sirios, están también los sudaneses, huyendo de la macabra realidad de los abusos rutinarios a los derechos humanos. O los eritreos, escapando con ahínco de un régimen que los reprime a punta de servicio militar obligatorio. En parecidas circunstancias hay miles buscando asilo: congoleños, iraquíes, afganos, haitianos.
A veces nos es fácil pensar en los millares de gente huyendo en desbandada como un problema lejano, ajeno y foráneo. No es a El Salvador, al fin y al cabo, que vienen a pedirnos posada. Fuera de oraciones por la elusiva paz, sentimos que es poco lo que los peregrinos pueden recibir de nosotros. Y nos olvidamos fácilmente, de nuestros propios peregrinos tocando puertas en países del norte. Algunos migrantes económicos, pero en los últimos años y de manera creciente, refugiados. Muchos cuyas edades no les permiten aún votar, pero han conocido ya los horrores de vivir en medio de la guerra sin tregua de las maras. Esos, en la actualidad, porque la diáspora que desplazó nuestro conflicto armado y que ya echó raíces en el extranjero (antes, cuando inmigrante no era mala palabra para los conservadores y Reagan hablaba de puertas abiertas para quienes tuvieran el corazón y las ganas de trabajar en Estados Unidos) fueron también peregrinos que huyeron de pequeños Herodes locales. Muchos de esos peregrinos quizás ahora le enseñan a hijos que hablan poquísimo español, la tradición de las posadas navideñas que dejaron atrás, en estas tierras cálidas, sin darse cuenta que en parte, el cuento es también su historia.
*Lic. en Derecho de ESEN con maestría en Políticas Públicas de Georgetown University. Columnista de El Diario de Hoy
@crislopezg