El valor cronológico de cada año es el mismo: 365 días, horas más, horas menos; en cambio, el valor simbólico de cada año puede llegar a ser incalculable, inmenso, porque depende del provecho que nosotros saquemos a cada uno de nuestros días. De ahí que poner fin a un año equivale a ponderar lo que vivimos, a obtener el fruto de las lecciones aprendidas, a recoger lo más precioso de cada experiencia. En paralelo, dar la bienvenida al nuevo año implica el ejercicio de ver hacia adelante con renovado optimismo, creyendo que la página en blanco a punto de escribirse nos ofrece oportunidades fascinantes, dignas de ser vividas.
Si pensamos en El Salvador como única medida para calificar el año 2016, el resultado es, digámoslo pronto, poco alentador. La política ha mostrado algunos de sus peores ángulos en los meses transcurridos, la economía apenas ha conseguido evitar el naufragio —que por momentos parecía inminente— y la situación de la sociedad en general se ha mantenido en una línea constante hacia el declive. Que nuestras autoridades hayan acertado a dar con las soluciones integrales que el país reclama es la variable ausente en cualquier balance objetivo de la realidad actual. En enero teníamos un país con muy mala salud y en diciembre casi nos lo han metido en cuidados intensivos.
¿Qué hacer, sin embargo, para que el pesimismo no termine siendo la única herencia posible del año que termina? Una alternativa consoladora es enfocarnos también en los avances obtenidos, algunos de calado significativo en la lucha contra la corrupción y la promoción de la transparencia. Pese a la retórica cínica de la politiquería criolla, enfrascada en tratar de defender lo indefendible, el 2016 se cierra con un balance muy positivo alrededor del combate a los abusos de poder y la falta de controles efectivos sobre el manejo de los dineros públicos.
La Sala de lo Constitucional, la Sección de Probidad de la CSJ, la Fiscalía General de la República, el Instituto de Acceso a la Información y algunas otras entidades, han demostrado que ciertas enfermedades endémicas de la política nacional podrían hallarse en ruta de severo tratamiento institucional, al menos para limitar drásticamente sus alcances y reducir al mínimo sus efectos. En este año, quizá como nunca antes, los corruptos han recibido mensajes claros de reprobación, y solo faltaría que los ciudadanos fuéramos un poco más protagónicos en esa demanda de justicia y limpieza para que los cambios experimentados lograran adquirir el carácter de irreversibles.
La reacción del oficialismo, así como de quienes tienen razones para sentir miedo, ha estado en las noticias casi durante todo el año. Y cabe augurar que esas reacciones antidemocráticas se harán sentir también en 2017, quizá hasta con mayor fuerza. Nada de eso, sin embargo, tendría que parecernos extraño. Lo importante es que tengamos claro que el nuevo año trae consigo el desafío de profundizar el camino de transformaciones iniciado, al mismo tiempo que se consolide en nosotros, los ciudadanos, una conciencia más robusta sobre las consecuencias positivas de estos avances.
Pese a las muchas cosas que no caminan como deberían, un mínimo de humildad nos hará caer en la cuenta de que nuestro Divino Salvador del Mundo ha tenido siempre la generosidad de pagarnos con bendiciones inmerecidas —toda bendición lo es— esa poquedad de ánimo con que tal vez le hemos correspondido en este moribundo 2016. Habría que desear, pues, a manera de inicio para el 2017, que todo lo malo del año viejo se quede justo en la orilla, es decir, entre las 11:59 p.m. del 31 de diciembre y las 12:00 de la madrugada del 1 de enero, en ese instante precioso en que nos abrazamos a quienes más queremos y deseamos para ellos, y ojalá para el mundo entero, 365 días pletóricos de esperanza, trabajo, prosperidad y paz. Que así sea.
*Escritor y columnista
de El Diario de Hoy