Días de fiesta

Para los niños es tan importante la Navidad. Disfrutan mucho, muchísimo estos días, y nosotros gozamos la fiesta tanto cuando vemos el brillo de sus ojos, la inocencia de sus carreras.

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30 December 2016

Finaliza el año. Trescientos sesenta y seis días vividos más o menos intensamente, cargados de sucesos: muertes, nacimientos, matrimonios, nuevos trabajos, nuevas empresas, fracasos… la vida en toda su intensidad. Una existencia que para los niños está comenzando, mientras para los más viejos sigue, continúa. No  voy a decir que está por terminar.
 
El domingo pasado, en la Misa de Navidad estuve rodeado de tantísima gente: familias al completo, desde los abuelos hasta niños de pecho. Parejas jóvenes, personas maduras, adolescentes en la flor de la juventud.  Todos reunidos por la alegría de celebrar un año más el nacimiento de Jesús hace más de dos mil años, en un pueblecito insignificante perteneciente al imperio romano. Todos escuchando la prédica de un sacerdote piadoso y dicharachero, que en más de una ocasión arrancó una sonrisa de los presentes, y las más nos hizo reflexionar. Todos tratando de hacer vida la propia fe. 

En medio de una reunión tan abigarrada y pintoresca, vinieron a mi memoria unas palabras del papa Francisco: “los niños y los ancianos construyen el futuro de los pueblos. Los niños, porque llevarán adelante la historia, los ancianos porque transmiten la experiencia y la sabiduría de su vida. Esta relación, este diálogo entre las generaciones, es un tesoro que tenemos que preservar y alimentar”.

Por eso, quizá, para los niños es tan importante la Navidad. Disfrutan mucho, muchísimo estos días, y nosotros gozamos la fiesta tanto cuando vemos el brillo de sus ojos, la inocencia de sus carreras, sus risas y el entusiasmo que ponen en todo; una felicidad que trasluce lo que para ellos es pura novedad y sorpresa, y para nosotros, tal vez, rutina y acartonamiento. 

¿Y las personas mayores? Lo mismo: cómo disfrutan las fiestas y las reuniones familiares. Su alegría es más grande si las dejamos hablar, si les permitimos que nos repitan las mismas historias de todos los años, las mismas anécdotas: si les damos conversación ¿Cuántas veces han sido el centro de la sobremesa hablando de cosas pasadas, de raíces familiares hundidas en el tiempo? Recuerdos que son más que memorias, son identidad: oyéndoles sabemos quiénes somos, de dónde venimos, qué responsabilidad tenemos sobre nuestros hombros. Escuchándoles, nos encontramos a nosotros mismos. 

Nos transmiten alegría de vivir, la importancia de atender a todos en sus necesidades, el amor matrimonial y familiar que se ha hecho más valioso que el oro añejo por la entrega de los años. Son garantes de cultura y amor por la patria; han tejido con sus manos la familia en la que no sólo hemos crecido, sino que ahora tenemos que sacar adelante y heredar a los hijos. 

Atendamos a sus ojos, sus gestos, sus pequeñas manías. Démosles conversación. Reverenciémosles en sus limitaciones -físicas o no- que son, como alguien ha escrito, “cicatrices ganadas en la batalla de criarnos”, de hacernos lo que cada uno de nosotros somos, de lo que haremos de nuestros hijos. 

Y ya que citamos al papa Francisco, traigamos a cuento también a Benedicto, cuando nos hace considerar que la calidad de una persona, la calidad de una civilización “se juzga, por cómo se trata en ella a los ancianos, y por el lugar que se les reserva en la vida en común”. 

Qué maravilloso fuera que la alegría de nuestra Navidad, de la celebración del inicio de un nuevo año, haya estado empapada, esté impregnada por el espíritu de familia, manifestado por el modo como atendemos y hacemos disfrutar a los más pequeños, por el lugar que damos a nuestros mayores. 

Deseo a los lectores un año nuevo cargado de bendiciones, logros y alegrías –a pesar de los pesares-, para ustedes y para todas sus familias.
     
 
*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare