La historia de Andy, el niño sin brazos, que publicó El Diario de Hoy recientemente, es una lección de vida. Nos enseña cómo afrontar la existencia, pese a las limitaciones o condiciones desfavorables que trae consigo. Y es difícil pensar en condición más desfavorable que haber nacido sin brazos. Se reacciona ante una situación así pensando en cuánto nos quejamos ante las dificultades o problemas cuando hay personas con dificultades mayores, que las enfrentan con optimismo y las aceptan sin amargura.
El caso de Andy también me hizo retroceder 23 años, a la época en que cursaba estudios de postgrado en Baltimore, y conocí a Beatriz. Me encontraba en la tienda de regalos del Hospital Johns Hopkins cuando de repente escuché a alguien hablando español en voz alta. “Es que nadie me entiende, por Dios”, dijo. Me acerqué y vi a una joven de 18 o 19 años, de cara delicada y agradable, abrigada con una especie de chal que le cubría hasta las rodillas. Le serví de intérprete y consiguió encargar algunas cosas. Al terminar me agradeció y se presentó. Esperaba, por supuesto, que me diera la mano, y quedé casi petrificado cuando en lugar de esto se quitó su sandalia y me dio el pie. Pensé que era una broma, pero mantuvo su pie en alto. Lo tomé y le di un apretón. Me sonrió. Luego, con una perfecta tranquilidad, se quitó el chal y me enseñó que no tenía brazos.
Beatriz López-Pérez (apellidos que se dan en España a personas cuyos padres se desconocen) era de las Islas Canarias. Había llegado a Johns Hopkins para que le pusieran unas prótesis de última tecnología. En su ciudad se había hecho una especie de Teletón para pagárselas, y matricularla en Notre Dame para que aprendiera inglés. Fue abandonada de bebé en un estacionamiento y recogida por unas monjas. Finalmente la adoptó el dueño de una camisería. No se supo si la condición de Beatriz era producto de la Talidomida o del Síndrome de Holt-Oram que, entre otras cosas, afecta el desarrollo de los brazos. Su padre adoptivo tuvo el suficiente buen juicio para dejarla crecer cuidándose a sí misma y hacerla independiente. Y lo era de forma total. Aprendió a hacer de todo, desde cepillarse los dientes hasta escribir, y con una caligrafía que muchos envidiarían. Sus piernas eran muy flexibles y se peinaba sin dificultad. Siempre estaba pendiente de conseguir cosas que le ayudaran, como ganchos o bolígrafos que no se le resbalaran. No necesitaba la ayuda de nadie.
Nos hicimos muy amigos y, cuando mis estudios lo permitían (que no era muy frecuente), íbamos a centros comerciales o al Inner Harbor, principal lugar turístico de Baltimore. A pesar de que yo le pasaba casi 15 años fue ella la que me adoptó como hermano mayor. Me contó de su vida, desde los problemas que tuvo de niña con una monja malvada hasta de un incidente reciente con un médico con la libido elevada que terminó con una patada en plena cara. Soñaba con ser periodista y poder lucir un anillo.
Recuerdo, ya terminados los estudios, mis maletas atiborradas, imposibles de cerrar. Llegó Beatriz y me las dejó arregladas con tal perfección que hasta sobró espacio. Tiempo después recibí una carta de ella. Me contaba que ya tenía sus prótesis, pero que después de unos meses las había tirado en una bodega. Prefería usar sus pies.
*Médico psiquiatra
y columnista de
El Diario de Hoy.