No nos gusta pensar en ella. Tenerla cerca nos sobrecoge. A algunos les espanta cualquier reflexión que la implique. Paradójicamente, ella es una de las pocas cosas de las que podemos tener una certeza absoluta. Y a tal punto hemos de creer en su apremiante realidad, que nuestra conciencia debería tenerla presente aunque nos incomode, aunque nos repugne; porque si hoy existimos de un modo al que más o menos hemos terminado habituándonos, también amanecerá el día en que todo será transformado con su llegada inexorable.
Nada más “democrático” que la muerte. Nadie ha tenido ninguna cosa de valor que haya podido entregarle a cambio de su vida. A ese mar insondable han ido a parar todos los ríos, y, en una jornada de tantas, serán nuestras aguas las que allí desemboquen, como en su momento advirtiera el genial Jorge Manrique.
El mítico fundador de la compañía Apple, Steve Jobs, bromeaba asegurando que cuando le diagnosticaron cáncer pancreático ni siquiera sabía qué era el páncreas. Pero lo sabía, desde luego. Lo que sí ignoraba era el océano de posibilidades que se le abrirían a partir de una noticia tan devastadora, pues verse obligado a enfrentar la certeza de su propia caducidad, antes de cumplir 50 años de edad, se iba a convertir de pronto en el más formidable desafío de su existencia.
Un año después, en un célebre discurso para los graduados de la Universidad de Stanford, Jobs sintetizó sus reflexiones en estos términos: “Recordar que voy a morir pronto es la herramienta más importante que haya podido encontrar para ayudarme a tomar las grandes decisiones de mi vida. Porque prácticamente todo, las expectativas de los demás, el orgullo, el miedo al ridículo o al fracaso, se desvanece frente a la muerte, dejando solo lo que es verdaderamente importante”.
“Recordar que vas a morir”, puntualizó Jobs, sin una gota de ironía, “es la mejor forma que conozco de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder… Ya estás desnudo. No hay razón alguna para no seguir a tu corazón”. Y así trató de hacerlo hasta el 5 octubre de 2011, que fue su último día en este mundo.
También a principios de otro mes de octubre, pero del año 1226, expiraba en Asís, Italia, otro enfermo terminal cuyas meditaciones eran muy similares a las de Steve Jobs: San Francisco. Este moribundo no había conocido el éxito empresarial ni había destacado por su habilidad para los negocios. De hecho, más o menos a la edad en que Jobs ya era un joven millonario, San Francisco había elegido renunciar a la cuantiosa herencia familiar para dedicarse a la predicación del cristianismo con total desprendimiento. “Nadie ansió tanto el oro como él la pobreza”, le describió uno de sus primeros biógrafos.
Prematuramente enfermo, tras una existencia de alegres privaciones, aquel mendigo se abrazó a su “hermana la muerte” antes de cumplir 45 años. Con absoluta coherencia, se había despojado de todo lo que pudiera atarle a la tierra para poder estar más cómodo debajo de ella.
Aunque cerca de 800 años han pasado entre su época y la nuestra, San Francisco también hubiera podido pararse ante los estudiantes de Stanford para confirmarles que la muerte sigue siendo un misterio que nos atemoriza, pero que constituye una magnífica aliada para descubrir de qué fibra estamos hechos.
Como el fundador de Apple, el fundador de la orden franciscana elaboró un discurso vital a partir de la experiencia de la desnudez completa, del más radical abandono de las cosas superfluas. Por vías muy distintas, ambos llegaron a idéntica conclusión: es un principio de sabiduría práctica tener bien presente nuestra fugacidad, porque nos hará aprovechar mejor el tiempo y nos permitirá obtener mayores frutos de nuestras potencialidades. Con exceso de equipaje es difícil cualquier trayecto, incluyendo el último.
*Escritor y columnista de El Diario de Hoy