La próxima semana tendrá lugar una de las elecciones más atípicas en los Estados Unidos. Sus características peculiares la convierten en un suceso político de gran trascendencia para el mundo entero. Serán los primeros comicios en los que participará una misión de observación electoral internacional de la Organización de los Estados Americanos. Se trata de un evento con una inusual campaña en la que los contendientes celebraron enconados debates sobre aspectos poco relevantes y dejaron por fuera temas fundamentales como el de las relaciones internacionales con América Latina, la política migratoria, la lucha contra el terrorismo, la defensa de los principios democráticos en países como Nicaragua y Venezuela, el combate al crimen organizado en Centroamérica, la prohibición o permisividad del aborto y las estrategias para enfrentar la corrupción.
En el transcurso de los meses, a partir del inicio de la carrera presidencial, también observamos el cierre y la reapertura de la investigación del FBI sobre los correos de la candidata demócrata y acusaciones sexistas y expresiones de odio contra extranjeros, principalmente mexicanos, protagonizados por el aspirante republicano así como señalamientos de elusión y presunta evasión fiscal de su parte.
Por otro lado presenciaremos un proceso electoral en el que, aunque parezca ficción, uno de los presidenciables amenazó con no reconocer los resultados si él no es el triunfador de la contienda. Este último episodio es, por mucho, el más preocupante. Sin embargo los estadounidenses cuentan con una institucionalidad sólida, independiente y de larga data que desvanece rápidamente esa denuncia.
En materia electoral las quejas sobre posibles fraudes constituyen el principal motivo para deslegitimar, con posterioridad a las elecciones, la designación del ganador. La tendencia en los últimos años en el continente americano, y Estados Unidos no es la excepción, es que las justas electorales presentan desenlaces muy cerrados. Así fue en 2006, en México, cuando el candidato Felipe Calderón aventajó a su rival más cercano, Manuel Andrés López Obrador, apenas por 0.56%. México cuenta con un sistema desconcentrado en el que una entidad organiza la elección y otra califica la validez de los resultados y aplica justicia electoral. En buena parte, esa división de funciones contribuyó a desactivar un altercado político que se desató cuando el candidato del PRD, López Obrador, no aceptó el veredicto del entonces Instituto Federal Electoral.
En las últimas elecciones presidenciales salvadoreñas el actual mandatario obtuvo la victoria, en la segunda vuelta, con una diferencia muy estrecha de 0.20 % quedando a poco más de 6,000 votos del candidato de ARENA. No obstante la debilidad en materia de administración de justicia electoral y los vacíos legales existentes, la madurez de los participantes impidió una crisis de gobernabilidad. Esto representa un grave riesgo para el 2019.
La elección del 2000 entre George Bush y Al Gore se definió con la intervención de la Corte Suprema de Justicia. En los Estados Unidos el candidato vencedor no necesita ganar el voto popular a nivel nacional. Para llegar a la Casa Blanca, un postulante requiere 270 de los 538 votos del colegio electoral adjudicados a cada estado según el número de miembros que tienen en la Cámara de Representantes y en el Senado. En aquella disputa la Corte efectuó el recuento de los sufragios en Florida y terminó otorgando los 25 votos del Colegio Electoral de ese Estado al candidato republicano.
Para los comicios de la próxima semana en los Estados Unidos, la OEA nombró como Jefa de la misión de observación electoral a la expresidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla. Junto a ella estarán 40 expertos de 17 países de América Latina, Canadá y España. Según Chinchilla concentrarán la observación en 14 estados. La expresidenta señaló que “un fraude masivo es inconcebible dada las características del sistema estadounidense, porque los estados o los condados administran el proceso”.
Lo cierto es que un fantasma recorre al continente: el fantasma de la antipolítica. Este espectro siembra la duda sobre la imparcialidad de las instituciones y pretende alcanzar el poder sin importar los medios. Ese veneno solo se contrarresta fortaleciendo a las entidades públicas, delimitando por ley el perfil de sus titulares y promoviendo la cultura democrática y la educación cívica.
*Columnista de
El Diario de Hoy.