Hace unos días platicaba con un amigo argentino que está de paso, acerca de las rocambolescas peculiaridades de los dos últimos presidentes, de lo que se conoce de su vida privada antes, durante y después de su periodo, y de los sucesos, dignos del realismo mágico, que marcaron los años de cada uno en la presidencia. Sin que entráramos a hablar del presidente actual, me sorprendió con una pregunta: - che, me dijo, ¿y cómo es posible que hayan votado por ellos?
Desde entonces, la pregunta no se me va de la cabeza: ¿cómo es posible que hayan ganado las elecciones? Las respuestas son muchas y muy complejas, pero se vea por donde se vea, nos sucedió lo que describe eso que he llamado la “lección sádica”.
El marqués de Sade, reputado escritor que vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, es más conocido por la fama de su vida de libertino, que por su obra literaria.
Desde su muerte ha sido protagonista de varias obras literarias, como la pieza teatral titulada Marat/Sade, escrita en 1963, de la que es célebre una escena en la que el marqués explica la profunda e inevitable desilusión que siguió a la Revolución francesa: “el poeta que solo lograba componer ripios, el pescador que no sacaba del río más que botas viejas, el marido agobiado por una consorte gruñona y poco agraciada…
anhelaban una revolución que cambiaría el rumbo de sus vidas; después de la Revolución, el poeta siguió siendo ripioso, el pescador no logró atrapar nada comestible, el marido despertó por la mañana junto al habitual engendro, y todos ellos clamaron a una que la Revolución era un fraude y les había traicionado”.
Algo parecido nos pasó. Hubo gente que creyó que solo por cambiar a los que gobernaban, todo iba a ser mejor. Se han llevado un chasco. El mismo que los decepcionados por la Revolución francesa que, en la boca de Sade y de acuerdo al criterio de Peter Weiss, el autor de la obra, pedían a ésta enmiendas vitales hechas a la medida de cada cual que, ni estaban a su alcance, ni formaban parte de su propósito.
A veces, también a los políticos se les pide, porque ellos lo ofrecen y se proponen como LA solución de todos los males, que sean como los remedios de los charlatanes, esos que curan el cáncer, hacen crecer el pelo, mejoran la letra y quitan la mala digestión… La panacea pues.
Lo cierto es que no se sabe quién es más culpable de la desilusión que ha provocado el cambio: los políticos que, concedámoselos, quizá estaban cargados de buenas intenciones –mientras los hechos han demostrado que poco más-, o los electores que se encandilaron por las promesas, las cancioncitas y los niños cantores, y terminaron votando a ciegas, sin pararse a pensar que por el hecho de ser elegidas, las personas no cambian de la noche a la mañana: los capaces siguen siéndolo, y los incapaces no tienen por qué volverse competentes porque sí.
Por lo visto, queda claro que son las personas, sus capacidades, sus ideas y su forma de trabajar las que mejoran o empeoran las condiciones de vida de sus votantes, y de salir electos, también la de los que no votaron por ellos.
Tres lecciones, entonces: la política no cambia lo que quiere la gente, sino lo que el político es capaz de cambiar; dos: nunca más votar a ciegas, sin estimar cómo ha vivido una persona para darle el privilegio de nuestro voto; y tres: habrá que cambiar el discurso, y dejar de decirles a los niños que cualquiera puede ser presidente.
*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare