La política en El Salvador no marcha bien. No tenemos las llamativas crisis de algunos vecinos, pero tampoco podemos presumir. Tras casi veinticinco años del fin del conflicto armado, no hemos sabido administrar los recursos que ofrece una democracia para solucionar las necesidades con servicios de calidad e incentivos para la generación de progreso y prosperidad.
Y, parafraseando la famosa línea del capitán Renault en Casablanca, ante una crisis nos apuramos a “round up the usual suspects” (“detener a los sospechosos habituales”) y culpamos a los partidos políticos y sus representantes de nuestras desgracias.
Esta actitud, si bien tiene algo de razón, evidencia una comodidad del ciudadano que encuentra en todos, menos en él mismo, a los responsables de la poca efectividad de un sistema. Pero los problemas del país no solo dependen de su oferta de políticas, sino de la demanda (ciudadanía) que a lo largo de los años hemos construido.
La polarización y el maniqueísmo que caracterizan al salvadoreño se evidencian en cómo miles de ciudadanos, al enfrentarse al análisis de un funcionario, evitan profundizar y en un simplismo bárbaro le califican como “bueno” o “malo”, como “enteramente corrupto” o “totalmente transparente” o como “digno de todos los insultos” o “merecedor de todos los aplausos”.
Además, analizamos al funcionario desde variables únicas y no reconocemos grises, sino blancos o negros. Somos virulentos a la hora de expresar nuestro descontento y torpemente ingenuos a la hora de aplaudir al que nos gusta.
Consciente de que una profundización del análisis político requiere mucha educación y bastante tiempo, me permito elaborar una propuesta básica para filtrar a cualquier funcionario público basada en únicamente dos variables. Si usted quiere agregar más, perfecto, pero empleemos estas para comenzar...
Sugiero que a cada funcionario se le evalúe su efectividad y su compromiso con la democracia. ¿Por qué estas variables? Porque un país en crisis requiere que se solucionen sus problemas, pero debe prevenir que quien lo haga no concentre tanto poder en sus manos y cree catástrofes nuevas.
Si aplicamos este análisis, me parece que podemos encontrar cuatro categorías distintas:
El autoritario inoperante, ni efectivo ni comprometido con la democracia. Contra estos, quiero creer, ya estamos empezando a vacunarnos pero por si acaso, tengamos cuidado de quienes irrespetan la institucionalidad, detestan a la prensa libre y dejan tras de sí crisis monumentales y profundas deudas.
El ingenuo soñador, que respeta las reglas del juego, pero no logra alcanzar acuerdos. Gracias a este, en un sistema se genera desafección, pues las buenas intenciones no lograron nada. Su popularidad es efímera.
El aprendiz de dictadorcillo que cumple. Este es el más peligroso y el más popular en Latinoamérica, pues embellece las ciudades y logra algunos objetivos pero su vanidad no le permite entender que su poder no es ilimitado. Se siente indispensable.
Aquí están quienes, a pesar de hablar de democracia desde su curul o dejar ciudades iluminadas o con jardines, le cierran la puerta a la prensa crítica, llenan las instituciones de hermanos o primos, empujan a camarógrafos, hacen mal uso de vehículos públicos, usan dinero del estado para comprar sus corbatas y sus frutas o incurren en cualquier vicio de político oportunista. Pueden dar resultados al inicio, pero abusan de su poder y esa es una película que como región y como país ya vimos y no nos gustó el final.
Finalmente, el demócrata efectivo, quien además de buscar soluciones está comprometido con la institucionalidad, el debido proceso y con la prensa independiente. Este reconoce sus errores y puede trabajar en equipo. No promete grandes cambios, pero sí sentar las bases para avanzar gradualmente. Este el más difícil de conseguir pero el que más nos hace falta.
Aclaro: no soy tan ingenuo para pensar que de un día para otro, al emplear esta clasificación, estaremos más cerca de demócratas efectivos, pero quisiera creer que como ciudadanos podemos aportar siendo menos impresionables y más analíticos, dejando de ver el mundo como buenos y malos y matizando el análisis de quienes nos gobiernan. Recordemos que los “líderes” más peligrosos se alimentan de la torpeza, la ingenuidad y el maniqueísmo de la ciudadanía.
Si no queremos “round up the usual suspects” sin encontrar a los verdaderos responsables de nuestros problemas, empecemos por afinar nuestras opiniones y por dejar de creer la propaganda cuando va adornada de la banderita y el cantito del bando político que más nos gusta.
*Columnista de El Diario de Hoy.
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