La primera elección que viví fue en 1984. Apenas tenía seis años y recuerdo la pasión que se encendía en adultos y niños. Después vinieron seis elecciones presidenciales más, y qué sé yo cuántas de alcaldes y diputados. Siempre fueron períodos emocionantes.
Hace unas semanas fue la elección presidencial en los Estados Unidos. La campaña se planteó como una lucha entre el bien y el mal. Y los políticos, analistas, periodistas, y muchos ciudadanos se montaron en esa ola maniquea. ¿Son racistas o estúpidos los 60 millones de estadounidenses que votaron por Trump? ¿Son infanticidas o parásitos los 61 millones que marcaron a Clinton? Por supuesto que no.
La perspectiva de la distancia es útil para entendernos a nosotros mismos. De manera que viendo esas elecciones desde nuestro sofá podemos advertir que las reacciones en Estados Unidos no son muy distintas a las nuestras.
Los humanos somos multidimensionales. Y cuando se trata de política, parece que nuestra parte emocional priva sobre la racional. Una manifestación de ello es que cuando la sociedad se monta en el leviatán de las elecciones, son bichos raros quienes toman su decisión después de leer, analizar y confrontar los distintos planes de gobierno. Muchas veces las referencias a las propuestas electorales suelen ser racionalizaciones para justificar una decisión que de antemano se ha tomado desde la pasión.
Las elecciones no suelen sacar a relucir la capacidad de raciocinio; pero en ellas definitivamente emerge la esperanza y el miedo, la camaradería y el odio, la alegría y la tristeza. Eso no es malo ni bueno, simplemente es. Debemos reflexionar sobre nosotros mismos, y entender cómo funcionamos ante la política.
La mayoría de ciudadanos no vive de la política, pero hay algunos que sí. Y eso es válido. Una sociedad sin políticos estaría incompleta.
Pero así como yo, estimado lector, desconozco las destrezas y condiciones que se requieren en su trabajo, usted y yo desconocemos las que corresponden al negocio de alcanzar, retener y administrar el poder. Los políticos a eso se dedican. El poder es su objetivo. Por él compiten y hacen alianzas. Ese es el juego de tronos al que se refiere George R.R. Martin.
De ahí que quienes nos dedicamos a otras cosas debemos ser cautos. Los políticos nos necesitan. Necesitan nuestro apoyo, dinero y votos. Y para obtenerlo pueden envolvernos en un juego en el que somos simples peones de ajedrez –o, en el mundo de Martin, piezas de la plebe sobre un tablero de sitrang–.Los políticos saben que en las elecciones es la pasión, y no la razón, la que impulsa las decisiones. Conocen eso, y lo usarán para lograr su objetivo: el poder. Por ello es preciso ser prudentes, y así evitar ser su carne de cañón, sus cachiporristas, sus borregos.
Y es que en el juego de tronos el objetivo es Desembarco del Rey, no alcanzar el bienestar de los habitantes de Poniente. Esa masa es solo un medio que se usa para finalmente sentarse en el trono de hierro.
Por ello no debe sorprendernos que esa élite, así como un día pone a sus seguidores a enfrentarse en una carnicería electoral en las riberas del Tridente, al día siguiente se puede encerrar en una habitación de la Fortaleza Roja, acordar entre sí un pacto (fiscal) secreto, y aprobar los resultados de su inescrutable negociación en un madrugón legislativo. La peonada que un día les fue útil en la batalla, luego sobra y se queda sin decir esta boca es mía.
Arriba, más allá de ese costoso show que nos presentan, se desarrolla un juego de tronos que no alcanzamos a ver.
*Colaborador de El Diario de Hoy.
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