De la adicción a los cómics y videojuegos

No son saludables las prohibiciones terminantes, de cualquier naturaleza, a los niños y adolescentes porque siempre hallarán estos la manera de burlarlas.

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15 October 2016

Comprendo por qué los niños y adolescentes de hoy se envician con los videojuegos y la subsiguiente preocupación de los papás que, por ello, llegan a entrar en conflicto con sus hijos. En mi infancia, desarrollé un parecido tipo de adicción: los paquines. Así se les llamaba en El Salvador a las historietas cómicas con las aventuras del Pato Donald, el Capitán América, la Pequeña Lulú, Mickey Mouse y muchísimas otras.

Residíamos con mi familia en Nueva York donde Manuel, mi padre, trabajaba en la embajada de El Salvador ante las Naciones Unidas, como auxiliar del eminente jurisconsulto, embajador y doctor, Héctor David Castro. Hablo de mis siete años y de la Década de los Cincuenta.

Con el dinero de mis mesadas y el que me hacía recogiendo en las calles envases retornables de botellas de gaseosas que los tenderos locales compraban a tres centavos cada una, corría a los quioscos de la vecindad, cerca del gran arco de Washington Square, al principio de la Quinta Avenida, a comprar los más recientes ejemplares de “comic books”. Estos eran publicados, un su mayoría, por las editoriales Dell y DC Comics. Valían un “dime”, diez centavos. A la salida de la escuela, en el patio de recreo, en el “playground”, intercambiábamos ejemplares con mis compañeros, uno de Superman, por otro de Batman o de la Mujer Maravilla. Era este un afán de todos los días al que me dedicaba, con franco deleite.

En mi cuarto acumulaba pilas y pilas de revistas que eran la envidia de mis compañeros. Tan notoria y desmedida se volvió mi adicción a las historietas que mi madre, Chusita, —mujer menuda, pero de fuerte personalidad y apegada a la educación tradicional—, comenzó por exigirme que diera prioridad a mis tareas escolares, hasta llegar al extremo de prohibirme que las leyera. A Manuel le ordenó que no me diera más mesadas porque, “este muchachito, todo lo que le das, se lo gasta en historietas”. La represión económica fue dura, pero aún me quedaba el recurso de las botellas retornables al cual me aferré con vehemencia de opiómano para lograr dinero y así mantener mi vicio. Imagino que ansiedades parecidas sufren ahora los buscadores de Pokémon.

Una tarde, al regresar de la escuela, vi con horror que mi madre se había incautado de mi tesoro de historietas y las había echado a la basura. ¡Todas! ¡No dejó ninguna! De nada valieron mis airadas protestas y, como mi pataleta iba en “crescendo vigoroso”, la Chusita tomó el ablandador de carácter que mantenía siempre a mano: un alambre trenzado, forrado de tela, parecido a una pequeña serpiente cuya picadura ya había experimentado en otras ocasiones y, advirtiéndome con su índice, me largó una silenciosa sentencia que yo comprendí enseguida y, ¡claro, me calmé!

Pero entonces, acosado por el apremio de mi adicción, me fui a la clandestinidad. La recolección de botellas —las cuales transportaba en un desvencijado carrito—, se volvió más intensa y cubrió áreas mayores que iban desde Greenwich Village, nuestro barrio, hasta Chinatown, en la parte baja de Manhattan. ¡Un montón de cuadras!

Metía en casa las revistas, de contrabando, cuando mis papás estaban fuera y las escondía en un hueco que descubrí bajo mi cama, en el piso de madera, que tenía una escotilla removible para mantenimiento de las instalaciones del gas y la eléctrica y allí las escondía. Así mantuve, por largo tiempo, mi vida secreta, aunque mi pasión por la lectura seria no sufrió mengua, pues frecuentaba con igual fruición la biblioteca pública del distrito.

La moraleja es que no son saludables las prohibiciones terminantes, de cualquier naturaleza, a los niños y adolescentes porque siempre hallarán estos la manera de burlarlas. Y pensándolo bien, quizá las adicciones del tipo de los videojuegos y otros similares no sean tan graves pues, por lo general, suelen ser pasajeras. Es mejor razonar con ellos y ser un tanto permisivo.

Ya adulto, en San Salvador, leí en este Diario que, en Estados Unidos, los coleccionistas de historietas de los años Cincuenta pagan por ellas hasta tres mil dólares y más por cada ejemplar. ¡Chusita —le dije a mi madre— tiraste una fortuna a la basura!

*Periodista
rolmonte@yahoo.com