La semana pasada, la Fiscalía General de la República giró órdenes a la Policía para proceder a la detención de aproximadamente 75 personas. Las investigaciones del Ministerio Público, según revelaron personas involucradas en las indagaciones, indican que los capturados son parte de una red vinculada a la pandilla MS-13, dedicada al lavado de dinero. Durante el procedimiento se incautaron más de 60 vehículos, varias armas de fuego y decenas de miles de dólares en efectivo; se intervinieron 40 negocios y alrededor de 10 inmuebles asociados con la estructura delincuencial.
Los detalles del caso pintan un panorama muy distinto al que hace algunas semanas los acusados en el proceso judicial relacionado “la tregua” (y sus voceros tradicionales) trataron de vender. Uno de los argumentos centrales de estos personajes es que no se puede probar que el pacto con las pandillas facilitó su evolución y les permitió incrementar el nivel de influencia y control ejercido en sus territorios. El caso “Tecana” es un claro ejemplo del salto de calidad que la MS-13 logró durante los últimos años. La complejidad del entramado de la red delictual descrita por las investigaciones de la Fiscalía, es solamente una muestra del problema creado por la negociación entablada entre el Estado y las pandillas.
Gracias a la cobertura brindada a estos grupos a través de su interacción con el Estado, éstos lograron afilar sus garras y sembrarlas con más profundidad en las comunidades que controlan. Además, les permitió incursionar en modalidades delictivas más complejas y lucrativas. Convirtió el trance con políticos en una competencia entre partidos, como lo revelan diferentes casos en que supuestos servidores públicos han sido capturados y acusados ante los tribunales por sus vínculos con las pandillas.
Las pandillas se lograron enquistar en la dinámica política. El control que ejercen sobre sus territorios los ha convertido en codiciados socios de los malos políticos. Basta la advertencia hecha hace algunos días por el ministro de Justicia y Seguridad Pública a los partidos sobre presuntos acercamientos y pláticas con pandilleros en antelación a las elecciones del próximo año, para dimensionar el problema. Aunque muchos aseguran que la motivación detrás del mensaje del Ministro tiene un trasfondo similarmente perturbador (el cual trataré en otra columna), el solo hecho de que éste se sienta libre de usar los medios de comunicación para difundirlo debe de darnos una idea de cuán profunda es la penetración de las pandillas en el aparataje político.
El crimen ha infiltrado y corrompido al sector político. Hay diputados purgando penas en el extranjero que fundamentan esta afirmación, y otros en procesos que apuntan a un desenlace similar. Esta es una de las principales razones por las cuales es de suma importancia luchar por que en el país se instale una comisión contra la impunidad con la ayuda extranjera.
La gravedad y el alcance de las amenazas hechas contra el Fiscal General, reveladas hace algunos días, y las declaraciones de un alto dirigente del partido oficial, que presagia un futuro sombrío para dicho funcionario en unas grabaciones publicadas por El Faro, evidencian los poderosos obstáculos que enfrenta cualquiera que se atreva a interrumpir la fluidez con la que operan los malos políticos en conjunto con delincuentes.
¿Qué interés pueden tener los malos políticos en debilitar a las pandillas si, al mismo tiempo, apuestan por los resultados electorales obtenidos mediante la explotación del control e influencia territorial de dichos grupos?
Ante este escenario, oponerse a la creación de una comisión contra la impunidad no tiene sentido. Hasta el momento no he escuchado argumentos que me convenzan de que instalar un ente de este tipo traerá más problemas que soluciones. El argumento central es que es mejor apostar por el fortalecimiento de las instituciones. No obstante, ambas opciones no son mutuamente excluyentes. ¿Por qué no apostamos por las dos?
*Criminólogo
@_carlos_ponce