Lenguaje extremo

Con poco que se reflexione, se entiende que tanto superlativo y exageración resultan atajos para pensar. Eso sí que es grave, pues viene de la mano con ser parte de la manada, personas manipulables, tontos útiles…

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21 October 2016

Nos hemos ido acostumbrando a que nos hablen en superlativos. En una cultura en la que cada vez más la imagen sustituye a lo real, y el sentimiento al pensamiento, para llamar la atención ya no basta referirse a lo que sucede sin más, llamando a cada cosa por su nombre, ahora hay que agregar un adjetivo a todo, y si éste es superlativo, mejor. 

“Te megaquiero”, le dice una adolescente a su amiga para expresarle lo mucho que la aprecia, y la otra no se lo piensa para responderle, “sos lo máximo, también te quiero demasiado”; “¡qué cool!”, grita su tercera amiga, “somos increíbles for ever”, mientras se abrazan con tenacidad…
De la misma forma que para un aficionado de determinado equipo de fútbol, cualquiera de todos sus rivales (sin importar la historia del Club, los títulos obtenidos, o la calidad intrínseca de la escuadra) son pura y llanamente “basura”. Después de lo dicho, ya no queda nada por explicar: se dice lo máximo con lo mínimo, y basta. 

También funciona en temas políticos. Después de mentar la “derecha oligárquica” no hay nada más que añadir. Pues se sobrentiende que se habla de un grupo oscuro, de reducidas proporciones, constituido por personajes ambiciosos, corruptos y sin más sentimientos que el de enriquecerse arrebatándole a los pobres lo poco que les queda. Igual que, en sentido inverso, decir “terengo” implica hablar de gente inescrupulosa, capaces de cualquier acción para hacerse con el poder, ocupar sin límite de tiempo cargos públicos con la finalidad de enriquecerse defraudando el erario, mientras se favorece la contratación de hordas de incapaces para ocupar puestos de trabajo en instituciones del Estado.

¿Y en asuntos culturales? Tres cuartos de lo mismo. Para los que consideran que en el espinoso tema del aborto solo hay un sujeto con derechos (que a fin de cuenta resulta ser una sujeta, con perdón), los que promueven una cultura pro vida son “ultracatólicos” o, simplemente, “medievales”; los que consideran que es matrimonio únicamente el que se contrae entre un hombre y una mujer son “retrógrados” a ojos de quienes anteponen “el amor” (sin matices) por encima de cualquier otra consideración; quienes piensan que por el bien de los niños es mejor que crezcan en hogares en el que haya una mamá y un papá, son “homófobos recalcitrantes”, “etceterísima” (para ser consecuente con aquello de los superlativos).

 A los medios de comunicación ya no les interesa la noticia sin más. Les sirve la adrenalina. Lo que antes era puro y duro amarillismo ahora es moneda corriente. Ya no hay asesinatos múltiples, ahora son masacres. En las redes sociales reina el insulto y la etiquetación simplista. Los deportes, cuanto más extremos, más populares. Las hamburguesas, cuanto más picantes mejores. 

Todo es extremo, todo es lo máximo. Con excepción del pensamiento. 

Con poco que se reflexione, se entiende que tanto superlativo y exageración resultan atajos para pensar. Eso sí que es grave, pues viene de la mano con ser parte de la manada, personas manipulables, tontos útiles… Individuos que ponen el hígado o el corazón donde debería estar el cerebro, y que precisamente por esto, quedan a merced de las ideas que otros piensan por ellos, de planteamientos simplistas, maniqueos y exaltados. 

El lenguaje extremo es más que simple lenguaje. Va parejo con la ausencia de reflexión. Y eso, en una sociedad como la nuestra en la que los niveles culturales tiran más bien hacia abajo, debe tomarse en cuenta. Tanto que terminamos por creer que pensamos, por estar seguros de que tomamos decisiones, cuando la propaganda, los eslóganes, el odio inducido, o cualquier otro sucedáneo de la reflexión, ocupan el lugar que debería corresponder al sentido común. 

*Columnista de El Diario de Hoy.
@carlosmayorare