El lenguaje es un sistema universal a través del cual el ser humano se comunica, ya sea mediante el habla, la escritura o signos convencionales. Desde los orígenes de la civilización, este ha sido un pilar fundamental de toda sociedad. Las grandes obras literarias a lo largo de la historia muestran el poder transformador y de alcance que dicho sistema posee, al lograr capturar la atención de billones de lectores, superando barreras de idioma, edad y tiempo. No obstante este poder se puede ver fácilmente manipulado, convirtiendo al lenguaje en sí en un arma de dos filos.
El escritor, ensayista y periodista británico del Siglo XX George Orwell comparte la noción tanto del poder como la vulnerabilidad del lenguaje, específicamente cuando este es orientado y utilizado para fines políticos. En su ensayo “La política y el lenguaje inglés”, denuncia al lenguaje político por su naturaleza y finalidad engañosa, diseñado para ser “ante todo una defensa de lo indefendible”. Crítica su “estilo inflado” y le llama “un tipo de eufemismo”, que implanta ideologías e intereses a través de la manipulación de significados y connotaciones de palabras, y de esta manera logra “que las mentiras parezcan verdades”, “el asesinato respetable” y “dar una apariencia de solidez al mero viento”. Palabras como “democracia”, explica Orwell, no poseen un significado universal y definido, mas la mayoría de regímenes se dicen llamar democráticos, muchas veces bajo sus propios estándares. El gran enemigo del lenguaje, por ende, es “la falta de sinceridad” y el deseo de engañar a través del mismo.
Orwell muestra cómo el “pensamiento puede corromper el lenguaje”. Sin embargo, y aún más importante, lanza una advertencia de cómo “el lenguaje puede corromper el pensamiento”; una llamada de atención que aplica a la situación política que experimenta El Salvador.
Desde hace meses el oficialismo ha recurrido al lenguaje político para maquillar el estado de sus políticas públicas y mal manejo del país. Acusaciones de actividades “desestabilizadoras” y gritos de “golpes de Estado” se han vuelto parte de la vida cotidiana. Tal como lo establece el escritor británico, se ha buscado alterar el significado y connotación de palabras para enredar y confundir a la población. Un golpe de Estado implica una violación hacia la legitimidad constitucional de un gobierno, no el criticar una política, acatar una sentencia de la Sala o denunciar un acto de corrupción. No obstante, con el uso del lenguaje político se ha denominado a todo aquel que no concuerda con la situación, como golpista. Patrones similares se han observado en Venezuela, Brasil y Nicaragua; patrones peligrosos y confusos para una población joven que afortunadamente no ha vivido las implicaciones de un verdadero “golpe” y son más vulnerables a la manipulación de la noción del mismo.
El lenguaje político, sin importar su proveniencia, buscar atacar nuestra concepción de realidad. Sin embargo, el efecto que este pueda tener depende meramente de nosotros, nuestra cultura y discernimiento. Debemos cuestionar las palabras. ¿Es cierto que se está “asfixiando” al Gobierno sin la aprobación de préstamos, o será que el Gobierno se asfixió a sí mismo con sus malas prácticas y utiliza el lenguaje para demostrar todo lo contrario? ¿Será cierto que nuestros gobernantes están abiertos al “diálogo” mientras pintan a la oposición como una fuerza invasora? ¿Viviremos en realidad en una “democracia” cuando existen ataques a la división de poderes?
Es importante reflexionar sobre nuestro rol en la situación que vivimos. Por años el lenguaje político ha ido sigilosamente controlando nuestras vidas. La charlatanería de varias personalidades nacionales, la propaganda y los eslóganes vacíos de nuevas promesas lo ejemplifican. Es momento de demostrar que la población tiene la habilidad de pensar por sí misma, y de contrarrestar, con solidez, al mero viento…
*Estudiante de Economía y Ciencias Políticas