México podía quedarse vacío de uno de sus más representativos íconos de la cultura popular: El Charro. Jorge Negrete, Pedro Infante y José Alfredo Jiménez, habían muerto. Al gran Vicente Fernández ya la edad se le venía encima, y no aparecía por ningún lado el heredero.
La charrería tiene su historia. Desde tiempos inmemoriales, hombres muy machos, de pistola y mostacho, con trajes pintorescos, un poco similar a los que usaban los militares de Salamanca montaban en finos caballos, tomaban tequila y enamoraban mujeres hermosas.
La palabra charro viene de charreteras, como las que usan los militares. Camisa abotonada hasta el cuello y puño cerrado, chaqueta engalanada por bordados e hilos de metal, pantalones algo apretados, con rococós en los costados, pistola al cinto, hebilla de plata, botas de alto caño y punta de acero y el sombrero de largas alas.
Había que saber cantar claro. Jorge Negrete fue el que mejor encarnó está figura. Inolvidable su estampa junto a la bellísima María Félix, en el clásico “El Peñón de las Ánimas”. Pero fue José Alfredo Jiménez y Vicente Fernández quien con letras de amor y catástrofe elevaron la figura del charro a insospechadas alturas.
¿Qué borracho, orgulloso de serlo, no ha cantado a coro, en más de una vez El Rey? Esa canción que consuela como nada al que se quedó de pronto sin fortuna, sin mujer o sin presidencia de República. “No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda pero sigo siendo el Rey”. “De un Mundo Raro”, de José Alfredo es una genialidad, con una métrica perfecta y además es un escándalo de imágenes.
Vicente por su parte, con su portentosa voz, nos regaló entre otras, Volver Volver y Mujeres Divinas, canciones que se comprendían mejor con tres tequilas adentro. Al menos eso decía mi padre que podía pasar 48 horas seguidas oyendo música de charros, y tomando tequila.
¿Quién sería el heredero de El Charro? El Potrillo está bien para portadas de revistas del corazón o programas como Suelta la Sopa, pero no para ser el digno heredero de Jorge Negrete, Pedro Infante y José Alfredo.
Y la vida le juega la vuelta a México, y de la remota Ciudad Juárez, llega un esmirriado muchacho, sin más pertenencias que una guitarra, no sabía solfa. Un chico que había sido abandonado en un hospicio, pobre de solemnidad y gay. Y digo gay no de manera despectiva sino porque, ser gay y ser charro como que no va, o no iba.
Pero el muchacho se la creyó y luego de una baladita de letra fácil y pegadiza: “no tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar” se convierte de hecho y de derecho en el heredero legítimo de El Charro. Cantautor de más de mil canciones, generoso como el buen samaritano, que con una voz entre femenina y masculina cantaba canciones con letras que pondrían rojo de vergüenza a los viejos charros que usaban pistolas de verdad.
No me imagino a José Alfredo cantando “Ven a mi soledad, ven a mi soledad, que no me sienta nada bien, o ven ya, ay ay” o peor aun “por qué a mí desde chiquito eso me enseñó mamá”. Y sin embargo el mundo entero, intelectuales e iletrados, ricos y pobres, machos y gays, hoy lloran de alma a Juan Gabriel.
Nunca ofendió. Conectó con su lenguaje sencillo, (no te miento fui feliz, aunque con muy poco amor) con esas almas prisioneras de un amor obsesivo o de la bartolinas. Ese mismo que respondió de manera genial, cuando un periodista le preguntó ¿es usted gay? Y e dijo “lo que se ve no se pregunta”.
Juan Gabriel es un ídolo de masas como pocos en el mundo. Nunca vi tan feliz a esas narizonas exiliadas de Europa oriental, sobaco peludo, que solían usar 12 de calzado tocar tan feliz un violín de la orquesta sinfónica de México como cuando lo acompañaron en el Palacio de Bellas Artes en 1990 en la maratónica versión de Hasta Que Te Conocí. Ese fue, sin lugar a dudas, el momento cumbre en la vida de este gran ser humano.
*Columnista de El Diario de Hoy.