La ciudad, el hombre y su “Casa de los recuerdos”

Alejandro Cotto fue especial, según atestigua su legado y refieren quienes le conocieron. Escritor, artista, cineasta, en tiempos en que hacer cine era empresa casi inimaginable por estas latitudes.

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09 September 2016

Pocos casos hay en los que una ciudad se haga famosa por alguno de sus ciudadanos. La italiana Asís, por ejemplo. ¿Quién, al escuchar el nombre de la apacible, muy bella y famosa ciudad de la Umbría Italiana, no la asocia inmediatamente a San Francisco, el Santo Pobre, quien nos infundió el deseo de ser instrumentos de Su paz, y nos señaló la misión de poner amor donde haya odio; perdón donde haya ofensa; alegría, donde tristeza? No es oficialmente el patrono de la psicología, pero debería serlo pues su oración expresa cabalmente la exigencia diaria a nuestra profesión: “que no busque tanto ser consolado, como consolar; ser comprendido, como comprender; ser amado, como amar”.

Guardando todas las distancias, creo que tenemos en El Salvador un caso semejante: una calurosa ciudad del departamento de Cuscatlán, a 45 kilómetros de la capital, a la que se llega fácil y rápido por carretera relativamente buena. Su nombre significa, en náhuatl, “Pájaro y Flor”, fue fundada por los españoles en 1525 en una villa de origen indígena. Durante la época de nuestro conflicto armado, y probablemente por su cercanía con el Cerro de Guazapa, la ciudad sufrió los horrores de los combates, al punto de llegar a ser conocida como la “Ciudad Mártir”.
Durante ese tiempo, muchos de sus habitantes tuvieron que emigrar. Su historia ubica en sitio preferencial el año de 1958 cuando celebró con toda solemnidad y pompa el centenario de haber obtenido el título de ciudad. El entonces presidente José María Lemus la recorrió a pie en un desfile, “multitudinario” para la época. El Cerrón Grande, embalse construido durante la época en que el Ing. Benjamín Valiente, hombre honrado de grata recordación, desempeñaba la presidencia de la CEL, dio lugar al único lago artificial de El Salvador, bautizado Suchitlán por Alejandro Cotto. 

Desde finales del pasado siglo, este caluroso punto del territorio nacional se ha ganado el honor de ser conocido dentro y fuera de nuestras fronteras como la ciudad cultural de El Salvador, fundamentalmente por el “Festival Permanente de Arte y Cultura” que impulsó Cotto y que se viene celebrando de forma ininterrumpida desde 1991. Supimos, por ejemplo, que este año ocho polacos habían viajado desde sus lejanas tierras hasta este hermoso pedacito de mundo solo porque se pirraban por conocer Suchitoto y la “Casa de los Recuerdos” según nos contó el informado y agradable guía del Museo. Un museo dedicado íntegramente al “Hijo Predilecto de Suchitoto”. Allí, a la sombra de uno de los inmensos amates del jardín reposan sus restos, luego que el féretro que los contenía, de toscas cuatro tablas de sencilla madera recorriera su amada ciudad en una carreta tirada por yunta de bueyes. En todo esto se procedió tal y como había sido su expresa voluntad. Como lo fue también entregar, en vida, el cuido, administración y propiedad de esa Casa llena de recuerdos, ambientes y vivencias al Centro Cultural Salvadoreño Americano. 

Alejandro Cotto fue especial, según atestigua su legado y refieren quienes le conocieron. Escritor, artista, cineasta, en tiempos en que hacer cine era empresa casi inimaginable por estas latitudes. Ingenioso, peculiar, intenso. Amante hijo de Suchitoto permaneció allí cuando muchos se fueron. ¿Habrá sacado de esa soledad angustiosa el vigor para trabajar por esa ciudad y conseguir, casi con su solo esfuerzo, perseverancia y a pesar de todos los obstáculos, encumbrarla al destacado lugar que finalmente le procuró? 

Conocí esa Casa hace varios años, cuando su famoso y temperamental dueño, ya enfermo y muy limitado en sus movimientos, la habitaba. Entonces, el estado de la casa era, francamente, casi calamitoso. Cuando usted la visite ahora se encontrará con una “Casa de los Recuerdos” realmente bella: todas sus paredes prolijamente resanadas y pintadas; el artesonado de los techos, si bien sencillo y austero, da vistosidad a los pasillos y salas de la casa; los balcones de hierro forjado, los marcos y vidrieras de las ventanas, todos resanados por completo y con mucho primor, brindan prestancia colonial a la casa; incluso el tradicional tejado de casa de pueblo, que aunque suele pasar inadvertido a los ojos de los visitantes, resulta esencial para evitar goteras que pudieran malograr los valiosos recuerdos (que se cuentan por cientos), y para mantener la identidad de la construcción, recorra finalmente el jardín y goce de la sombra de los conacastes y amates que hacen umbroso el sitio donde está la tumba de Cotto; termine sacándose una foto al final de la serpiente-sendero, con el Suchitlán de fondo. 

“Tal vez por eso amo la casa: porque no solo es mía sino de todos. Cuando los demás gozan la casa ¡eso me hace feliz! La casa es también una lección de optimismo, una lección de amor para el país”. A. Cotto.

*Psicólogo y colaborador de El Diario de Hoy