El fútbol siempre despierta pasión y no digamos si se trata del equipo que representa al país. Los recientes partidos que jugó la Selección salvadoreña son un ejemplo de ello. A pesar de su penoso desempeño y de la desastrosa gestión de los directivos de la Fesfut, los hinchas más fanáticos no reciben del todo bien las críticas.
“¡No te creo que no apoyés a tu país!”, dicen algunos en tono indignado –y con otras palabras no dignas de reproducir en este espacio- cuando se manifiesta el descontento con nuestro combinado nacional. E insisten en que un buen salvadoreño está allí incondicionalmente, sin importar que seamos el hazmerreír por un nivel futbolístico que nos ubica en la posición 137 del mundo.
Como salvadoreño que siempre ha soñado ver a su Selección en una competencia de talla mundial, estos últimos años han sido de gran decepción y descontento, a tal punto que decidí no perder mi tiempo viendo sus partidos, especialmente porque no percibo que los responsables pongan los medios para cambiar las cosas. Si hubiera otra actitud en la Fesfut, otro gallo cantaría.
Los más “moderados” en este sentido admiten que el apoyo no debe fundarse en el fanatismo irracional, sino en demandar a los dirigentes un plan serio y visionario, inversión y profesionalismo en el manejo de nuestro fútbol, ya que el amor –por llamarlo de alguna forma- a un equipo, que en este caso es de todos los salvadoreños, admite los defectos y problemas que se deben solucionar, aunque esto duela y golpee el orgullo.
Analógicamente, así como nuestra Selección ha sido manejada mediocremente por sus dirigentes, nuestro país se encuentra al borde del precipicio por la mediocridad de los políticos que lo gobiernan y por la blandenguería de la oposición. Los ciudadanos tampoco estamos exentos de responsabilidad.
Este mes patrio es buena ocasión para reflexionar sobre nuestra situación.
Cantar el Himno Nacional, recitar la Oración a la Bandera y otras tantas manifestaciones propias de los actos cívicos, no son suficientes. El verdadero patriotismo (bien entendido, aclaro, no el ideológico) se mide con el obrar de los ciudadanos que forman un país.
Debemos mejorar en muchos aspectos. Comencemos por lo pequeño, por aquello que está a nuestro alcance: cuidar la puntualidad (¡es absurdo que se convoque a una hora determinada para luego comenzar quince minutos tarde!), cumplir con el trabajo y los plazos requeridos, no botar la basura en la calle, no bloquear las intersecciones en los semáforos, ceder el paso, respetar al peatón, decir las cosas en la cara con delicadeza para evitar la murmuración, ser solidarios con los más necesitados, terminar con la lógica del vivián experto en quebrantar la ley, entre otras tantas cosas.
Esto ha causado que algunos paradigmas presenten al “buen salvadoreño” como un ser despreocupado e irresponsable que hace alarde de su malcriadez. Sin embargo, pese a nuestros defectos, tenemos tantas virtudes como nuestra capacidad de trabajo, alegría, optimismo y calidez, las cuales se ven penosamente opacadas por un prototipo que se intenta imponer, fruto de una tremenda bajeza y carencia cultural, como si lo vulgar fuera algo de lo que deberíamos sentirnos orgullosos.
Yendo más lejos, un buen salvadoreño se debería preocupar por la situación política y social de su país. En consecuencia exijamos transparencia, lucha contra la corrupción y reclamemos eficiencia en el gasto público. ¿Acaso estamos viendo esto? Todo lo contrario. La demagogia, populismo y capacidad para desviar la atención de lo importante, están a la luz del día. No esperemos a llegar a situaciones nefastas como las de Venezuela para unirnos, porque después es muy difícil y áspero el camino para recuperar un país. El control ciudadano es clave para cambiar las actitudes de una clase política aburguesada por nuestra indiferencia.
El 15 de septiembre celebraremos 195 años de Independencia. Ya es hora de que asumamos seriamente la responsabilidad de El Salvador.
*Periodista.
jaime.oriani@eldiariodehoy.com