El 15 de septiembre celebramos el 195o. aniversario de nuestra Independencia, con total apatía y raquítico patriotismo, que se demuestra en escasas decoraciones azul y blanco en centros comerciales, en pocas banderas que antes veíamos en lo alto de grúas, construcciones y oficinas públicas, contados vehículos luciendo la enseña patria, y menos casas con banderas en sus puertas.
Es una crisis de patriotismo, de amor a esta tierra que nos vio nacer, y que desearíamos que crezca y sea grande, para las futuras generaciones. Y es que no puede amarse lo que no se conoce, y es doloroso reconocer que los salvadoreños ignoramos totalmente que la libertad que hoy vivimos y los derechos que ejercemos, son el fruto de enormes sacrificios de un grupo de hombres, que designamos con el nombre de Próceres.
Figuras difusas que se pierden no solo en el olvido, sino también en el anonimato, sin entidad ni humanidad, como salidas de un cómic, que aparecen en los periódicos y librerías, a principios de septiembre, y no merecen ni nuestro recuerdo ni nuestro agradecimiento. Y como estos desconocidos están muy lejos, vale dedicar un recuerdo a la realidad de la vida privada de estos hombres que, unidos por lazos de parentesco y pertenecientes a nobles y acomodadas familias, arriesgaron su libertad, familia y patrimonio, por una noble causa.
Nuestros gobernantes del FMLN, que han antepuesto el buen vivir, para beneficio propio olvidando los intereses de la Patria, deberían avergonzarse ante figuras gigantes como la del Padre José Simeón Cañas, que en su lucha por la liberación de los esclavos, tropezaba con los intereses económicos de los propietario de esclavos, que habiendo pagado sumas elevadas para comprarlos, no estaban dispuestos a perderlas al darles la libertad. No dudó, el Padre Cañas, entonces Rector de la Universidad de San Carlos en Guatemala, en poner a disposición su patrimonio personal, para que quienes presentaran el acta de manumisión de sus esclavos, pudieran ser indemnizados por la suma invertida en su compra. “No puede considerarse libre una Patria mientras sus ciudadanos no sean libres”, era su credo.
También el general Manuel José Arce, fundador del Ejército salvadoreño, sacrifica no solo su fortuna personal, sino también el bienestar de su familia. Casado con la valiente María Felipa Aranzamendi, con quien procreó 6 hijos, sufrió cárcel, destierro y confiscación de sus bienes, por participar en la conjura emancipadora. María Felipa, muy débil de salud, sufre de una parálisis parcial de sus manos, y para recuperar el movimiento, se ofrece con su cuñada, María Manuela, a bordar el escudo en la primera bandera nacional. Cuando Arce es elegido como Presidente de la República Federal de Centroamérica, viven en Guatemala, pero pronto las traiciones e intrigas separatistas le condenan a muerte, que se le conmuta por exilio. La familia, despojada de sus bienes, se refugia en una hacienda en México, donde desarrollan labores de campesinos. Ellos y sus descendientes mueren en la más extrema pobreza.
Así es de amarga la historia, y por haber relegado a nuestros Próceres en el más ingrato olvido, hoy estamos pagando el costo altísimo de tener dirigentes que han olvidado la sagrada obligación que contrajeron con la Patria y los ciudadanos, de hacer buen uso de los fondos públicos, porque el buen vivir que prometieron, debió beneficiar a los más necesitados ¿Sentirán remordimiento al ponerse la mano en el pecho, el 15 de septiembre y mentir cantando “Saludemos la Patria, orgullosos, de hijos suyos podernos llamar”, cuando con su proceder la han traicionado? ¡Dios te salve, Patria sagrada!
*Columnista de El Diario de Hoy.