Era una ciudad en la que “ninguna casa tenía ventanas. Las habitaciones eran cubos negros. No se conocía la luz. En las calles corrían ríos de tinieblas porque la atmósfera contaminada formaba un escudo impenetrable a las caricias del sol. Los habitantes de ese mundo no tenían nariz (…). Un buen día apareció una anciana que gritaba: - ¡Vendo una lámpara y una nariz! Un ciudadano que por allí pasaba se sintió atraído hacia la extraña mujer: sus ojos relumbraban en la negrura como dos luciérnagas. Compró la lámpara y la nariz. Cuando quiso pagar, la anciana se negó a recibir el dinero. El hombre regresó rápidamente al cubículo.
Apenas cerró la puerta, un insoportable olor se le metió por las fosas nasales para zaherir su cerebro. Encendió la lámpara. Lo que él creía una pieza hermosa, limpia, tranquila, era un nido de arañas, basura, alimentos podridos, muebles apolillados, capas de grasa, excrementos de rata ¡No pudo permanecer en ese asqueroso lugar! Recorrió las calles hasta encontrar a la vieja. - Bruja, ¿qué hizo con mi elegante mansión? Antes yo vivía bien, como todo el mundo, pero apenas me puse su nariz y encendí la lámpara, esos dos objetos cambiaron mi mundo. ¿Por qué tanta maldad? La señora respondió: - ¡Tu mundo no fue cambiado: es así, siempre ha sido así! Antes no te dabas cuenta y creías estar bien en un sitio que tarde o temprano te hubiera destruido (…) Ahora que sabes cuál es tu realidad, debes abrir ventanas, matar parásitos, limpiar paredes, desinfectar el lugar y serás feliz. ¡Entonces dale la lámpara y la nariz a otro ciudadano, como lo hice yo!”.
Es un cuento de Alejandro Jorodowsky, pensador y crítico social, que enfrenta al lector con una realidad más común de lo que parece: el doble fondo que se oculta so capa de normalidad en la sociedad, opacado más que por el empeño de tapar acciones inconfesables por parte de los malvados, por una cortina de prejuicios e incapacidad por parte de los ciudadanos.
Últimamente parece que las lámparas y las narices se multiplican; y van saliendo a luz pública, invadiendo con sus hedores, muchos –demasiados– episodios cuyos protagonistas se habían revestido de probidad y honorabilidad.
Al principio los actos de los corruptos se utilizaron como arma política arrojadiza contra los adversarios ideológicos. Pero, lo que comenzó con un goteo se ha hecho ya un chorro, que poco a poco ha ido inundando la escena nacional.
Si algo hemos ganado con todo esto, es la innegable seguridad de que la corrupción no tiene bandos. En un primer momento, siguiendo una corriente transnacional, gente de izquierda acusaba vehementemente de corruptos y aprovechados a sus contrincantes, basándose en el rancio prejuicio marxista que postula apodícticamente que todo rico es ladrón, al mismo tiempo que usufructuaba un romanticismo ingenuo, para hacer creer a los ciudadanos que en realidad les importaba el bienestar de la gente. Cavaron a su derecha y encontraron lo que necesitaban.
Pero… el trabajo de las instituciones, los medios y las redes sociales han revelado que tradicionales adalides de izquierda, son puros y simples aprovechados. Lo que era un secreto a voces en relación a personajes como los hermanos Castro, Hugo Chávez o la Sra. K., se concretó aquí en lujosas casas, viajes imposibles, negocios millonarios y gastos de pachá en gente que hace muy poco tiempo, acumulaba deudas y estilos de vida más bien modestos.
La corrupción ha estado siempre allí. No depende de ideología ni de color político. Menos mal que la oferta de narices y lámparas parece ir en aumento. Lo siguiente es, como en el cuento, ponerse a limpiar la casa.
*Columnista de El Diario de Hoy.
c@carlosmayorare