El Salvador es un escenario diario de inseguridad y violencia. Irónicamente, a pesar de la baja de los homicidios este año, pareciera que la sensación de inseguridad personal se ha intensificado. Esto lo podemos apreciar a través de las noticias diarias sobre personas desaparecidas y sobre las familias que abandonan sus hogares —como los casos de Caluco y Panchimalco—, las cuales integran los 289 mil desplazados internos en el país, según el Informe Global de Desplazamiento Interno (2016) del Consejo Noruego de Refugiados.
Claramente, la balanza de las políticas y medidas de seguridad están inclinadas a la represión más que a la atención y reparación de las víctimas de la violencia en el país.
Hay muchos problemas que ameritan nuestra atención y acción urgente: la inseguridad, la corrupción, la pobreza extrema, el posible default… pero el tema de mi artículo es el de una falla estratégica en nuestra sociedad que, de no enfrentarse seria y eficazmente, nos aboca a un futuro de frustración y fracaso como país.
Nuestra incapacidad histórica y actual en el tema clave de la educación pública contribuye decisivamente a la erosión de la base de nuestra sociedad, y atenta contra la democracia futura y nuestras oportunidades como país en un mundo globalizado y altamente competitivo. Lo que hundirá al país a medio plazo no es la violencia, la crisis económica o la corrupción: será la falta de ciudadanos plenos, formados, críticos y capaces. La educación es una de las herramientas más poderosas para el desarrollo pleno de las personas, el ejercicio de la libertad y otros derechos humanos, y para la construcción de una sociedad más justa, como la deseamos, sin duda, la mayoría de los salvadoreños.
Nuestra realidad es muy preocupante. A junio de este año, 23 mil estudiantes habían desertado de la escuela, con la violencia como una de las principales causas. Este es un drama que enfrenta todo el sistema educativo, y que ya es reconocido por el mismo Ministro de Educación y otros funcionarios de alto nivel y por los partidos políticos. Nos enfrentamos no solo con una educación deficitaria sino, además, amenazada. Mantener un sistema educativo deficitario es condenar al salvadoreño a vivir por debajo de su potencial, y perpetuar su miseria o encadenarlo al obscurantismo.
La educación en todos sus niveles —desde la primera infancia (menos del dos por ciento de cobertura) al bachillerato— debería ser uno de los acuerdos de la sociedad, que lleve aparejado decisiones innovadoras, valientes y concretas. La inversión pública, que debe al menos duplicarse en este rubro, deberá reflejar la prioridad en la educación, y para ello se tiene que tomar la decisión de revisar programas que no contribuyen directamente a estos objetivos, y que desvían los escasos y valiosos recursos del Estado hacia objetivos meramente populistas, electoreros y cortoplacistas.
Un El Salvador con ciudadanos plenos —es decir: educados, competitivos, con capacidad para participar en todos los ámbitos de la vida familiar y pública— es la única garantía de dar un giro en el desarrollo del país y retomar el camino hacia una democracia real que superará todos los males que nos aquejan en la actualidad, en un momento de nuestra historia en que pareciera que no tenemos rumbo.
En un ambiente de conflicto, polarización política y debilidad institucional, llegar a un acuerdo fundamental en estos aspectos será un hecho encomiable, además de una obligación nacional, en el que el Gobierno y las principales fuerzas políticas del país reconocerían el grave deterioro de nuestro principal recurso y una hipoteca negativa de nuestro futuro. Todos parecemos estar de acuerdo en que lo mejor de El Salvador son sus ciudadanos; sin embargo, hacemos muy poco para que la mayoría de éstos puedan desarrollar su potencial en beneficio de todos.
*Columnista de El Diario de Hoy.
@cavalosb