El Niño de Vitrubio

El despertar sexual de los niños, en la primera mitad del siglo pasado, tenía en este país, singulares y, a menudo, aterradores matices.

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06 August 2016

Cuando esto ocurrió, circa 1945, el niño cumplía cinco años. Era en extremo brillante pues, a esa edad, podía leer de corrido —lo hacía desde los tres años—, dominaba, con seguridad, las cuatro operaciones elementales de la aritmética y, para regocijo de sus padres, era también muy obediente.

En una revista infantil argentina, divertida, y también didáctica, enciclopédica vio, cierta vez, el dibujo de Leonardo Da Vinci del Hombre de Vitrubio. Un sujeto con sus brazos y piernas abiertas, en equis, en total desnudez que muestra las proporciones del cuerpo humano que Vitrubio describió y Da Vinci ilustró. Es una maravillosa descripción gráfica de las dimensiones de las manos, los dedos, la cabeza, los brazos, antebrazos, pantorrillas y el cuerpo entero, que guardan una estrecha relación matemática los unos con los otros. Vitrubio, arquitecto que sirvió en la Roma imperial de Julio César, comprobó que la arquitectura debía ser antropométrica, es decir que, los espacios en las viviendas, edificios y ciudades, deberían responder a las dimensiones y necesidades del hombre, un descubrimiento que revolucionó la técnica arquitectónica universal.

Los padres del niño resolvieron que merecía iniciar sus estudios formales por lo que, en atención a su corta edad y frágil contextura, escogieron un colegio católico, de señoritas, ubicado en el centro de San Salvador, donde las monjas aceptaban a varones desde kínder hasta el segundo grado. Según el reglamento del colegio, el uniforme de los niños consistía en una camisa beis y pantalón corto, azul, sostenido por tirantes que, desde la espalda, pasando por los hombros, se ajustaban a dos botones igualmente azules, al frente. Nada de calzoncillos ni camisetas. Poco después el niño se encontró inmerso en el enorme patio del colegio, entre una multitud de inquietas niñas que reían, gritaban y se perseguían unas a otras formando turbulencias y oleajes de dimensiones oceánicas.

El niño, único varón matriculado ese año, no sabía adónde ir, por lo que detuvo a una niña, de unos 7 años, que pasaba a su lado, quién le indicó el salón de clases que le correspondía. Lo que no percibió el niño fue el ojo interesado que le dirigió la pequeña cuando él le dio la espalda.

Durante el recreo, la niña cogió al varoncito de la mano y, con la promesa de llevarle a conocer las instalaciones, lo condujo a una remota aula; una vez allí, lo subió a un pupitre, le desabotonó los tirantes de los pantalones que cayeron por su peso y le quitó la camisa. Enseguida le ordenó levantar los brazos y abrir las piernas lo que dejó al obediente niño, no solo desnudo y horrorizado, sino también en la postura de equis, casi en la misma del dibujo de Da Vinci. La niña se dirigió a una creciente audiencia de expectantes niñas y comenzó la que debe haber sido su más científica, clara y elocuente disertación de su vida: “Esta”, dijo, señalando al tímido, minúsculo, capullo del niño, “esta, recalcó, es la cucú”, y continuó: “las niñas no tenemos cucú”, (onomatopeya de la voz que emiten las palomas y otros pájaros, la cual el niño, ya mayor, consideró una encantadora metáfora). Luego le dio la vuelta al hombrecito y le pasó una sapientísima mano por las espaldas superior e inferior: “Por detrás somos iguales, pero por delante, no,” concluyó con académica certeza la niña, volteando al acongojado varón, de nuevo, frente a la embelesada audiencia.

En casa, el niño suplicó, llorando, a sus padres, que no lo hicieran volver al colegio. Esa misma semana tuvo la suerte de contraer una tos ferina, de tal virulencia, que le impidió ir a clases y le hizo perder el año escolar; pero, por otra parte, le libró del riesgo de sufrir, una vez más, aquella humillante e inolvidable exposición pública de su vitrubiana anatomía.

*Periodista.
rolmonte@yahoo.com