Hoy recordé el primer artículo que escribí para este periódico hace muchos años. El recuerdo no fue grato pues hablaba sobre una tragedia, un muchacho de 14 años que había sido asesinado por no entregar su celular a unos ladrones en la zona de Metrocentro. El pasado lunes la historia se repitió. David Sánchez Orellana fue apuñalado a poca distancia del redondel Constitución. Al parecer se negó a entregar su teléfono. Tenía solo 20 años. Regresaba de trabajar cuando se encontró con los criminales, de quienes poco se sabe. Estarán ahora gozando de su botín, muy probablemente sin la consciencia de la diferencia que hay entre un simple celular y una vida humana.
La foto de David enternece. Se mira a un muchacho simpático, bueno, tal vez ingenuo. Quizá no imaginó que su negativa iba a tener tal consecuencia, que no podía haber gente tan malvada. Creyó tal vez que su celular bien valía aguantar a lo mucho un par de golpes, y fue muy tarde cuando se dio cuenta que enfrentaba a asesinos despiadados.
Imagino con tristeza a los padres que se preguntarán qué pasó, que no entienden cómo pudo ocurrir algo así. Se suman a la lista de muchos padres que se hacen la misma pregunta.
En todos los países del mundo se roban celulares, es un delito común. Pero aquí se mata por eso, como se mata por una discusión de vecinos o por una disputa entre conductores. La vida vale poco, no se le aprecia como algo sagrado que solo Dios puede quitar. Es una de las razones por la que muchos jóvenes quieren emigrar a lugares donde la vida humana significa algo.
Este tipo de hechos nos afecta profundamente. Producen una mezcla de tristeza y rabia. Aunque son emociones naturales (dejaríamos de ser humanos si no las sintiéramos) pueden llevar a sentimientos extremos, como al odio y a la desconfianza indiscriminada. Sería lamentable que la maldad de algunos contaminara al resto. Si permitimos que el odio se anide en nuestros corazones entonces la maldad habrá ganado, y la diferencia entre los criminales y las personas honradas se volvería más estrecha. Llegaría el tiempo en que todos nos viéramos como enemigos, los malos deseos se apoderarían de las voluntades y la vida perdería aún más valor.
Mientras sean más las personas de buena voluntad, las que ven al prójimo sin prejuicios y que buscan la justicia sin odio, como creo que es el caso de nuestro país, habrá esperanza. Cuando sabemos de casos como el de David, un joven ejemplar, a quien le arrebataron de tajo todas sus ilusiones, y de paso le quitaron al país un buen ciudadano, es entendible que la fe en nuestra patria y en su futuro se venga abajo y el pesimismo surja. Pero debemos mantener la confianza de que jóvenes como fue él, que estudian para superarse, que trabajan para ganarse honradamente su pan y ayudar a sus familias y que se esfuerzan para labrarse un futuro, son más, muchos más, que los que dañan y hacen el mal.
A los padres de David mis respetos y condolencias. Los salvadoreños que amamos el país en que nacimos nos ponemos en su lugar y nos sentimos también un poco padres de él. Esperamos que recuperen la paz al ver que la vida de su hijo fortalece el anhelo de la mayoría, de vivir en un país en que nos veamos como hermanos.
*Médico siquiatra
y columnista de El Diario de Hoy.