El Extraño

Tal vez la solución contra la corrupción no está en sustituir personas, sino en construir límites.

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16 August 2016

En la revista Weird Tales publicada en abril de 1926 apareció The Outsider (El Extraño). Un cuento de H.P. Lovecraft.

El protagonista cuenta que vivió encerrado en un lúgubre castillo. Solo. Rodeado de libros, ratas, murciélagos, y arañas.

El castillo se asentaba en un bosque cuyos árboles superaban la altura del edificio. Arriba se unían las ramas y el follaje, dejando su mundo en una eterna penumbra. Solo una torre trascendía de la altura del bosque. Una torre oscura y semiderruida.

Un día se animó a subir la torre. En su cúspide encontró un techo que cubría todo su universo. Había una compuerta. La abrió, y descubrió un mundo superior. Todo ese tiempo había vivido en una inmensa caverna subterránea.
    
Vio el cielo y la luna, a los que solo conocía por los libros que leyó en aquel mundo oculto. Caminó por ese bosque iluminado, y encontró un hermoso castillo. Voces humanas salían de él -en su soledad nunca había escuchado ni siquiera su propia voz-. Entró al salón donde un grupo de gente departía animosamente. Pero de inmediato todos huyeron despavoridos.

El protagonista estaba desconcertado. En eso vio en el fondo del salón, bajo el arco dorado de una puerta, una figura que se movía. Se dirigió hacia ella, y esta, a su vez, se acercaba a él.

Finalmente distinguió una aberrante figura antropomorfa. Era el monstruo que había asustado a los habitantes del castillo.

Quiso levantar su brazo para tapar esa horrible visión, pero el horror le hizo perder el equilibrio. Cayó de bruces, y su mano tocó la pata extendida del temible monstruo. El cuento termina con la sorpresa del narrador al descubrir que lo que sus dedos tocaron fue un espejo.
Los buenos cuentos suelen serlo porque inquietan. Hacen reflexionar. El cuento de Lovecraft me llevó a reflexionar sobre la naturaleza de la corrupción, y las soluciones que buscamos ante ella.

Son repetidos los escándalos de cómo un político, y luego otro, y luego otra, usan el poder y dinero de los ciudadanos para fines distintos al idílico bien común. Esos hombres nos parecen monstruos ajenos. Despreciables.

Y a partir de ello es común escuchar que todo sería distinto si gente con buenos valores ocupara los cargos públicos. Algunos hasta proponen a una u otra persona cuyo prestigio impecable le destina a determinada posición política.

Puede que ello sea cierto. No sé. Pero tal vez la verdadera naturaleza del hombre se descubre cuando se le otorga poder.

¿Cómo será ese noble individuo si le entregamos un poder con amplia discrecionalidad? ¿Actuaría de acuerdo a sus nobles principios? ¿Por cuánto tiempo? ¿Comenzaría a matizar el apego a esos principios cuando la defensa del “bien común” afecte sus intereses personales, o los de la gente a quienes estima?

Es probable que en el espejo del poder advirtamos que el monstruo de la corrupción habita en la naturaleza humana.
 
Tal vez la solución contra la corrupción no está en sustituir personas, sino en construir límites. Evaluar las leyes, identificar todas esos espacios de amplia discrecionalidad que se otorgan a los funcionarios, e impulsar las reformas para aumentar esos límites y controles. Así, el apego a los principios de quien ocupa un cargo público no quedará sujeto a la mera confianza en su nobleza, sino a riendas institucionales que le impiden corromperse.

Puedo equivocarme. Es probable que existan personas inmaculadas. Pero mientras no conozca a alguna, prefiero que la solución se enfoque en crear límites a quienes nos gobiernan hoy, y a quienes lo harán mañana. Igual que John Adams, prefiero un gobierno de leyes, no de hombres.
  

*Colaborador de El Diario de Hoy.
dolmedo@espinolaw.com