En las primeras décadas del siglo XIX, los países hispanoamericanos experimentaron una primera oleada de liberalismo, encabezada por revueltas independentistas, algunos experimentos federalistas y un surgimiento de nuevas élites políticas y económicas.
En los círculos políticos e intelectuales de los nuevos estados nacionales surgió un debate sobre la mejor forma de gobernar estos territorios. Por un lado, los más conservadores abogaban por una reivindicación de una monarquía de corte constitucional, y por otro los liberales que veían en la república el camino a seguir. Desde luego, la discusión fue mucho más compleja que esto.
En la segunda mitad del siglo, se instauró en estos estados un “segundo liberalismo”, que supuso la construcción de instituciones, la profesionalización de las fuerzas armadas, la separación de la Iglesia Católica de la educación y, muy lentamente, la reivindicación de grupos menos privilegiados y la instauración de experimentos de estado de bienestar.
El debate sobre qué tipo de libertades, garantías y sistemas convenían estaba en curso, salvo en una isla a noventa millas de la Florida. Por décadas, el gobierno español logró controlar los diversos experimentos independentistas de Cuba y en un arranque de propaganda -o de cinismo-, denominaron al país “Isla siempre fiel”, la cual no alcanzaría su independencia sino hasta 1902, tras la Guerra Hispanoamericana.
A ciento catorce años de su salida de España, vale la pena preguntarse qué tan libre e independiente es Cuba el día de hoy. Una Cuba donde el Estado ha permeado en las instituciones sociales, con un régimen de partido único y estrictos controles sobre la economía.
Hace un año, en la Cumbre de las Américas en Panamá tuve una pequeña discusión con una joven cubana simpatizante del régimen. Cuando la increpé sobre las sistemáticas violaciones a los derechos humanos en la isla y la represión a la disidencia, ella respondió con una frase lapidaria -y que se ha vuelto el lugar común de los regímenes que aplauden el experimento de los Castro-: “respeta el régimen que hemos elegido de manera soberana”.
Inicialmente un argumento fuerte. Cada país tiene, de hecho, un derecho a la autodeterminación y a elegir el sistema que le gobierna. En una inspección más detallada, sin embargo, encontré una falacia non sequitur (aquella que expone cómo una conclusión no se deriva de sus premisas).
¿Cómo hablar de soberanía de un país entero si quienes lo integran, sus ciudadanos, no tienen el gobierno sobre sus vidas, sus recursos, sus expresiones? ¿Puede divorciarse la soberanía de un país de la soberanía de su gente?
A un año de la inconclusa discusión, esa duda me sigue invadiendo. El argumento de la soberanía es ahora esgrimido por otros gobiernos. En Venezuela, la nueva oligarquía denuncia constantemente al imperialismo, pero no duda un segundo en ejercer la dominación sobre los aspectos económicos y políticos de sus ciudadanos; asimismo, la “soberanía” es la excusa de la nueva dinastía nicaragüense, cuyos exponentes cada vez se parecen más a los tiranos que derrocaron en 1979: dictadorzuelos enemigos de la prensa y la oposición.
Presumo que los valientes disidentes, los periodistas investigativos y los líderes políticos e intelectuales de estas latitudes afirmarían que tal soberanía es meramente discursiva, que poco se ha avanzado en materia de independencia y que el hecho de que una élite elija su sistema no significa, automáticamente, que sus gobernados son realmente libres.
También presumo que, a más de un siglo de la Guerra Hispanoamericana, lejos de sumarse a los aires de modernización y libertad, o a las discusiones sobre mejores formas de gobierno y transparencia, Cuba sigue siendo una isla siempre fiel. Y por fiel, lastimosamente me refiero a estar sometida al capricho de un tirano.
Hace unos días, un buen amigo escribió una columna sobre los cambios que se están dando en la isla. Yo, por el contrario, me decanto a creer la analogía que de su país hiciese el cantautor Carlos Varela: “Un amigo se compró un Chevrolet del cincuenta y nueve. No le quiso cambiar algunas piezas y ahora no se mueve”.
Pobres cubanos. Les impusieron un sistema vetusto y fracasado en el ‘59. Y sí, como el carro de la canción, a pesar de algunas “libertades” económicas, sin otros ajustes necesarios, la dignidad de los cubanos no se mueve.
*Columnista de El Diario de Hoy.