Hace muchos años trabajé para un tipo que recién había tomado el control de los negocios de sus padres. Era un novato en eso de manejar personal, e impulsivo y arrebatado para tomar decisiones. Tenía una asistente personal llamada Rebeca, una señora joven de porte sereno y amable, muy servicial y atenta. Siempre se esforzaba por hacer bien su trabajo.
Una tarde, cuando se disponía a ir a casa, Rebeca fue llamada de urgencia por su jefe. Había cometido un pequeño error en la redacción de un documento importante y Guillermo, su jefe, la reprendió muy fuerte. Presencié la escena y me pareció fuera de lugar. Ella, contra la pared, y él, gritando muy cerca de ella. No se escuchaba lo que le decía, pero ella estaba asustada. Este fue el comienzo de una relación tormentosa y rara. En cinco años que tenía de trabajar en la empresa, Rebeca había gozado de un respeto impecable de parte de todo el personal, y de varias concesiones y privilegios por parte de los dueños. Todo eso quedó tirado esa tarde.
Estas escenas se fueron repitiendo cada vez más seguido hasta convertirse en obligatorias. Ambos buscaban pretextos para esas reprensiones, y cada vez estas se daban más tarde y con menos testigos. Se decía que en cualquier momento eso se iba a desbordar y terminaría en otra cosa. Nunca sucedió. La logré convencer de que esa situación le estaba destrozando su autoestima, que podría terminar con su matrimonio y, de paso, salir afectando a su hijo. Renunció y se fue a un trabajo que le ayudé a conseguir.
El punto es que lo anormal se había convertido en lo obligatorio. Así, los salvadoreños hemos visto cómo, en países chavistas, el fraude ya es parte de la cultura. En Ecuador, el mismísimo fraude que cometieron en primera vuelta y que no les alcanzó, cometieron en la segunda, y al parecer los ecuatorianos, al igual que nosotros, se conformaron porque el fraude “es parte de nuestra democracia”.
Sin ir lejos, aquí en 2014 se dio un fraude, del que fui testigo y que denuncié ampliamente; pero que al final terminamos aceptando, después que un fallo de la Sala de lo Constitucional evitara que se abrieran las urnas.
Para 2018 y 2019 todos los salvadoreños que tenemos un poco de consciencia social y política sabemos que se prepara un fraude descomunal, que ya empezó con el recorte y atraso en la asignación presupuestaria al TSE. El presidente de este organismo ya “mató su chucho a tiempo”, diciendo que ni soñemos que habrá resultados el mismo día de votaciones. Entendamos que entre más tiempo tengan cocinando los resultados, el fraude será más desvergonzado.
Dejaremos de ser salvadoreños y nos convertiremos en guanacos cuando dejemos que lo anormal se convierta en lo obligatorio, como el caso de Rebeca. Después tendremos que aceptar que lo anormal que pasa en Venezuela, será lo obligatorio aquí, y no tendremos herramientas para volver a la “normalidad”. Y al igual que los venezolanos, estaremos obligados a comprar con sangre lo que nos arrebataron por estar jugando a patriotas digitales: lo que no pudimos defender a tiempo, con valor, determinación y convicción democrática. Y al igual que Rebeca, no nos quedará más que dejar que destruyan nuestras vidas o salir del país a buscar el destino fuera de nuestra patria.
Los salvadoreños aún tenemos herramientas políticas e institucionales con qué proteger nuestros derechos (los venezolanos, ya no). Debemos organizarnos y conjuntar bloques en defensa del Estado de Derecho, de la democracia y de la libertad. Llegó el momento de apartar nuestras diferencias y unirnos por lo que más nos une: el profundo amor a este terruño llamado El Salvador y a nuestra libertad. ¡Es ahora o nunca!
*Colaborador de El Diario de Hoy