Europa está dejando de ser lo que era. Y bien rápido. Gran Bretaña se acaba de pegar un tiro en la ingle y los discursos nacionalistas que fragmentan al viejo continente parecen estar recibiendo el espaldarazo de ciudadanos fastidiados con el status quo. La sensatez, otrora patrimonio de la comunidad europea, en estos días es virtud ejercitada por minorías. El separatismo y el “ombliguismo” campean por doquier; la fraternidad se bate en retirada. Bajo el alud sentimental del neopopulismo cismático, ningún llamado a la unidad prende en las conciencias como antes.
Pero, ¿por qué los europeos se muestran ahora tan atraídos por las vetustas narrativas xenófobas? ¿En qué momento se olvidaron los británicos de aquella cordura histórica que les llevó a conformar, a la mitad del siglo XX, una sociedad de naciones destinada a enterrar para siempre las desconfianzas y las paranoias? El fenómeno es multicausal y genera muy diversas tesis, pero sin duda pueden identificarse algunos factores que acabaron siendo determinantes para el triunfo del llamado “Brexit”.
En primer lugar, el generalizado rechazo (por hoy electoralmente expresado solo en Reino Unido) a las formas tradicionales de la política institucional, encarnada en la insufrible burocracia instalada en Bruselas. Así como Donald Trump en Estados Unidos, el empresario que se puso a la cabeza del movimiento autonómico británico, Nigel Farage, resumió sus ideas en un grito: “¡Quiero recuperar mi país!”. Y dentro esa retórica patriotera, recuperación equivalía a la derrota del “establishment” político, del que Farage alegaba no sentirse parte.
A este discurso independentista de raigambre decimonónica debemos agregar sus numerosas falacias. El liderazgo populista del “Brexit” llegó a afirmar, por ejemplo, que el divorcio de la Unión Europea le iba a suponer al Servicio Nacional de Salud británico una inyección de 350 millones de libras esterlinas semanales, producto del ahorro que supondría dejar de atender a tantos extranjeros. Tamaño embuste se desvirtuaba solo, pero muchos votantes se lo tragaron enterito. Por supuesto, al obtener la victoria en el referendo, Nigel Farage fue de los primeros en reconocer que con aquella promesa se había “cometido un error” (sic).
El engaño a tantos ciudadanos también se vio facilitado por el agudo sentimiento de exclusión que por años ha permeado en las zonas rurales del Reino Unido. Fue allí donde la oralidad del “Brexit” obtuvo sus mayores triunfos, en contraste con el asombro que causaba la prédica de Farage o del otro visible impulsor del autogobierno, Boris Johnson, entre los jóvenes y los profesionales londinenses. Sin embargo, analizando estadísticas, quizá ni la totalidad del voto juvenil urbano habría podido impedir que Gran Bretaña saliera de la Unión Europea, y eso se debe a la implosión demográfica que sufren muchos países del viejo continente.
Las cifras del recambio generacional inglés se encuentran en rojo desde hace décadas, y los números del pasado 23 de junio reflejan este drama. Así, aunque más del 70% de los votantes entre 18 y 24 años decidieron permanecer en la UE, más del 80% de los británicos entre 55 y 64 años apoyaron el “Brexit”, uniéndose al 85% de los ciudadanos mayores de 65. Los jóvenes en edad para votar y menores de 25 conforman un raquítico 10% de la población del Reino Unido, mientras que el 18% arribó ya a los 65 años. Varias décadas de ataques a la familia han tenido por fin su costo: los “millennials” son hoy una minoría, y su incidencia electoral es tan episódica como su deseo de casarse y tener hijos.
La falta de liderazgo del conservadurismo pro-europeo tampoco ayudó a corregir el camino hacia el referéndum, un proceso que solo sirvió para que los aislacionistas redujeran la compleja realidad continental a uno o dos simplismos retóricos. Como alguna vez dijera Winston Churchill, “el problema de cometer un suicidio político es que uno llega a vivir para lamentarlo”. Y serán las nuevas generaciones británicas las que tendrán más tiempo para afinar ese lamento.
*Escritor y columnista
de El Diario de Hoy