"Semos malos”, escribió hace tiempo Salarrué en el cuento más conocido de todos los escritos por pluma salvadoreña. Habiéndolo leído durante mi adolescencia escolar, me lo reencontré hace muchos años, fuera del terruño, en una antología de cuentos que compré solo por el título del libro: “Antología del cuento triste”. (Mentirita blanca: hojeando el libro encontré el índice, al ojearlo vi que incluía el “Semos malos”: ya no tenía escapatoria, lo compré).
Les recuerdo dos escenas magistrales de ese cuento:
“Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima...”. Fuerte la escena. Uno puede imaginar a Goyo, el campesino “que nunca había hecho una caricia al hijo”, recibiéndolo entre sus brazos, quizá enternecido por el infantil miedo en aquella lejanía, sola y oscura. Más dura se vuelve cuando después descubrimos que fue ése el único gesto de cariño que podría regalarle en toda su vida.
“Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro: -Semos malos. Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño”.
“Semos malos”. Atenúa la dureza de la escena sólo el dulzor de la conjugación equivocada pero de uso frecuente entre los nuestros. ¡Qué lejos nos parece aquel 1933 del cuento, cuando los ladrones de vidas y de cosas se reconocían malos! ¿Alguno de los de estos tiempos aceptará la vileza de asesinar a un estudiante universitario amante del arte, secuestrar y matar a una enfermera por graduarse, incendiar un bus y abrasar a sus pasajeros, gente toda que no había hecho mal a los demás, nuestros Goyo Cuestas de hogaño?
En medio de tanta maldad, una de las organizaciones más antiguas del mundo, que no por nada ha sobrevivido tantos siglos, integró recientemente a un salvadoreño entre el muy reducido grupo de quienes pueden opinar para elegir a su más alto dignatario. Con presencia en casi todo el mundo, dicha organización se cuenta, con seguridad, entre las cinco más influyentes del orbe. Como todas, tiene su propia cultura organizacional, con sus valores, sus símbolos y sus artefactos. Hay signos –sombreros, anillos, vestimenta- que claramente se asocian a los niveles distintos de jerarquía. En este caso el rojo es el color escogido para distinguir a estos funcionarios especiales, en número que no excede los trescientos en todo el mundo. La elección, por tanto, es una clara distinción, un privilegio incuestionable.
La transmisión por televisión de la ceremonia de nombramiento nos hizo conocer que el rojo del uniforme además de otorgar privilegios, sirve para que los miembros de ese reducido grupo nunca olviden que, desde ese momento, han hecho una promesa de servicio a sus semejantes, servicio que los puede llevar hasta el derramamiento de su sangre, hasta la muerte. Por eso el rojo, por eso el juramento de fidelidad, por eso la pública declamación del credo de la organización, la confesión de los valores y creencias por los que se está dispuesto a dar la vida por su defensa y servicio. Un salvadoreño forma parte de ese selecto grupo en el mundo.
¿Y qué dicen los otros seis millones de salvadoreños? ¿Celebran alborozados el triunfo, que por donde se lo quiera mirar, es un triunfo indiscutible? ¿Se funden en abrazo esperanzador de hermanos? ¿Lo toman como signo de unión, de esperanza en que puede significar –si nos lo proponemos- el advenimiento de tiempos mejores, de paz, de concordia? No todos. Algunos, sotto voce, quizás duros de corazón o curtidos por la vida, osan discutir el logro, tratan de arrojar dudas sobre el real compromiso del escogido. Lástima que Salarrué no está entre nosotros. Escribiría otro cuento triste: Semos dundos.
*Psicólogo y colaborador de El Diario de Hoy.