¿Cuánto cuesta la libertad? Como efecto secundario de nuestra humana falibilidad -que tiende al error más veces de las que quisiéramos-, se deriva nuestra legendaria incapacidad para apreciar el verdadero valor de las cosas… hasta que las perdemos. Tendemos a darle un valor desproporcionadamente alto en nuestras vidas a cosas que carecen de él, ya que únicamente poseen valor de intercambio: dinero, joyas, propiedades, inversiones; olvidando (o devaluando) aquellas que realmente le dan sentido a nuestra existencia: la familia, la amistad, la salud, la vida, la patria, la libertad.
Miopes, cortoplacistas, cortos de entendimiento como somos, al asignar voluntariamente valor a cosas que “brillan”, pero que carecen de trascendencia, olvidamos otorgarle una posición relevante en nuestras vidas a aquellas que nacieron con vocación de eternidad, para únicamente apreciarlas en el preciso momento en que las perdemos. ¿Cuánto cuesta la salud? Sólo el paciente con el diagnóstico en la mano o un enfermo terminal, podría dar una respuesta adecuada a esa pregunta. ¿Qué valor puede tener el amor de una familia? Sólo quien está en trance de perderla o quien extraña a aun ser querido, está en posición de contestarla en su absoluta dimensión. ¿Cuánto vale la libertad? Sólo el individuo que no la tiene y llora lágrimas de sangre al recordarla, sólo aquel pueblo que dejó que un tirano se la arrebatara, sólo ellos están en condiciones de esbozar una respuesta.
Nelson Mandela, ese incansable sudafricano luchador por la libertad y de la igualdad frente al racismo institucionalizado por el gobierno del Apartheid, visualizó de forma clara el precio de la libertad. Desde joven, siendo sensible al atroz sistema racista de su país, decidió luchar por y al lado de sus hermanos sudafricanos por conseguir un país más justo, más democrático, más igualitario. Nelson nunca se hizo ilusiones, sabía que el precio a pagar era alto. Y vaya que lo fue.
Para él, todo fue clandestinidad, separación familiar, represión, cárcel, riesgos, lucha. Pero nada de lo que hicieran los enemigos de la libertad lo iba a detener. Es que para algunas personas, sus convicciones son más reales, más tangibles, más firmes, que el cheque de la quincena, que la porra del represor, que el ceño fruncido de un juez venal o que las duras barras de esa cárcel que encierra su cuerpo, pero nunca su espíritu.
Por perseguir sus sueños de libertad, Mandela vivió el exilio (pero no como el exilio dorado nicaragüense, sino ese duro exilio que viven muchos compatriotas que se van de mojados con tal de mantener a su familia y perseguir sus sueños de progreso); experimentó la separación familiar; dos divorcios; el nacimiento, matrimonio y maternidad de sus hijos y nietos, así como la muerte de su madre mientras él estaba en prisión; el aislamiento y tortura en celdas de castigo; 27 años de cárcel, parte de los cuales pasó como interno en una inhóspita isla, para ser liberado sólo hasta que cumplió 71 años de edad. Mandela, el “negro revoltoso”, salió libre de la cárcel como un gigante, para convertirse en el primer presidente negro de la racista Sudáfrica, la cual, de su mano, venció el Apartheid y el racismo, para promover –renunciando al odio generado por el rechazo, el resentimiento y la polarización- que blancos y negros pudieran abrazarse como hermanos y caminar juntos, de la mano, hacia el progreso de su país.
¿Cuánto vale la libertad? Los jóvenes venezolanos lo saben. Defendiéndose de las balas y las tanquetas del Ejército Bolivariano únicamente con “escudos” de madera y cartón; armados solamente con guijarros recogidos a la orilla de las carreteras, pero con ese fuego libertario que arde en sus corazones, ellos lo saben. Lo saben tan bien que riegan con esa sangre fértil de los mártires las calles de Caracas, dando una bofetada con su convicción a la paralizada OEA que más parece un club en donde se dan cita serviles gobiernos latinoamericanos embriagados de petrodólares, que prefieren no contrariar a su patrón sudamericano con tal de no perder sus espurios privilegios. Los jóvenes venezolanos saben lo que cuesta su libertad, y su llanto ciudadano ha llegado tan alto que hasta el Vicario de Cristo en la Tierra finalmente escuchó su lamento. Ellos luchan tan intensamente por su libertad, que la sangre de los hijos de Bolívar no dejará de correr hasta que su país se sacuda las cadenas de la esclavitud chavista.
En El Salvador estamos despertando. Los ciudadanos ya no somos borregos que balan dócilmente a la voz del gobernante de turno. Estamos cansados de muerte, de sangre, de pobreza, de mentiras, de corrupción. Ahora nos hemos levantado con el puño en alto, ya no en espera de un cambio, sino con todo el ánimo de provocarlo. Ahora El Salvador DECIDE.
*Abogado, máster en Leyes.
@MaxMojica