Si Linneo los hubiera querido clasificar —como hizo originalmente con las otras especies animales y vegetales— habría tenido grandes problemas, pues pocas especies tienen especímenes tan diversos como la de los padres. Hay algunos que, siéndolo, ni siquiera saben que lo son; otros hay que siéndolo, ora se hacen los orates ora lo niegan rotundamente; otros lo saben y lo aceptan, pero se comportan como si no lo fueran (apenas ven a sus crías, no les procuran atención, no las llaman, ni piensan en ellas, etc.); hay otros que no lo son y, por el contrario, fungen como si lo fueran (no son ángeles, solo hombres excepcionales)… y luego vienen los más: los que saben que lo son, y tratan de actuar en consecuencia. Una característica común sí habría identificado el sueco en aquellos tiempos: todos eran hombres, del sexo masculino. Hasta ahora, porque ya se ha visto quienes, vistiendo falda, quieren ser tenidas como padres ¡el aquelarre!
Compliquemos las cosas: la especie evoluciona. Lo que estaba bien antes, ha cambiado de forma radical en los últimos decenios. Tan solo hace menos de cien años el modelo de padre ideal era austero en sus afectos, parco en sus palabras, pródigo en normas y castigos, autoridad indiscutible de su casa (“el rey del hogar”). La vida entera de la casa giraba teniéndolo a él como privilegiado centro de todo: si para almorzar había solo un pedazo de carne, para él; si un pollo en piezas, él escogía primero; si fruta sabrosa, para él la mejor; si dormía siesta, en silencio la casa entera, incluidos los peques. Su presencia física no era tan exigida en el hogar pues siendo, como era, el único proveedor del sustento familiar se comprendía, se disculpaba, se toleraba su ausencia. “Espere a que venga su padre, le vamos a contar lo que ha hecho y ya verá lo que le va a pasar. Para que aprenda”. Pero también si habían dudas para la tarea de matemática, “ya va a venir su papá”; si querían permiso para salir “pregúntele a su papá”; si un nuevo vestido, “dile a papá a ver qué dice”; si se malograba un aparato de uso doméstico, “ya vendrá papá”; si se ponchaba una llanta del carro, “papi, se me fue la llanta”; si había invitación para fiesta, “veremos qué dice su papá”; si malas notas en la escuela, “que te las firme tu padre”.
No entraré en la inútil discusión de si la vida de antes era mejor que la de ahora, pero sí creo poder hacer un argumento convincente que ser niño, ser joven, ser hombre o ser mujer, era más fácil entonces de lo que es ahora: roles claros, opciones limitadas, decisiones más rápidas. La libertad para muchas cosas era limitada a los adultos pero con responsabilidades ineludibles por delante. Ser adulto responsable era algo bien visto y admirado por la sociedad, quizá por eso se maduraba más rápidamente en aquellos tiempos cuando ser íntegro era más importante que ser rico, cuando los medios importaban tanto como los fines, cuando la honestidad era una cualidad. Eso y más era ser padre: honesto, trabajador, íntegro, disciplinado consigo mismo, responsable.
Vea usted, en cambio, los tiempos actuales, pareciera que se pasa de una larguísima juventud a la tercera edad. E incluso para esos años nos venden pastillas, pociones y suplementos reclamando que nos mantendrán activos, sanos, fuertes, musculosos, energéticos. Repare usted en lo que la sociedad actual, en la voz autorizada de la propaganda comercial exige ahora de los padres: vitalidad, humor, cercanía, aventura, heroísmo. Y si nos ponemos acuciosos en la lectura de los mensajes comerciales, hasta una cierta dependencia de los “padres que ahora son abuelos”, parafraseando el lema del anuncio.
A los padres actuales también se les exige saber cocinar, decorar su cuarto, armonizar la casa, llevar la tecnología, instalar el teatro y el karaoke en el hogar, surtir y atender el bar, preocuparse por su aspecto físico más allá de lo que fue norma de convivencia (limpieza de cejas, delineado de la barba, depilado de otros vellos). Y muchos etcéteras más.
Los tiempos han venido cambiando el rol tradicional de hombre, permitiéndonos ser más expresivos, más sentimentales, más francos, más completos, más humanos. Hay que agradecerlo sinceramente. Trae consigo más opciones, más caminos, más perfiles, más dudas.
Lo esencial de la paternidad es la actitud: hacia uno mismo, hacia la esposa, hacia los hijos. Podremos tomar caminos diferentes pero tendremos que llegar siempre a los elementos infaltables de la ecuación: no hay padres si no hay hijos. Y no hay hijos, si no hay madre. Tres personas en una sola relación verdadera. No nos dejemos confundir. San José, el humilde y callado carpintero, patrono de la buena muerte es el modelo: siempre en segundo plano, siempre sirviendo y trabajando porque comprende que el importante no es él sino su descendencia. Para ellos se trabaja, por ellos se sufre, por ellos se es recto y se guarda silencio. Pero de ellos derivamos la fuerza, la vitalidad, la responsabilidad y la esperanza, que son las cualidades cardinales de la paternidad. Ellas nos proporcionan las alegrías más íntimas, las satisfacciones más plenas, el orgullo más grande y puro.
¡Felicidades padres abnegados, optimistas, responsables y con sentido del humor porque ustedes, sin duda, verán a Dios! ¡Gracias esposas, hijas e hijos por el favor inmenso que nos han hecho al hacernos padres!
*Psicólogo
y colaborador de El Diario de Hoy.