A veces es necesario recordar a la humanidad que en los momentos más angustiosos y desesperados podemos obtener ayuda.
Era una noche fría del 10 de marzo de 1991 en Dallas, Texas, cuando el doctor entró al cuarto del hospital donde –todavía bajo los efectos de la anestesia por cesárea practicada de emergencia– Diana Blessing y su esposo David, esperaron las últimas noticias. Complicaciones del embarazo obligaron a Diana con solo cinco meses de gestación, a someterse a esa intervención para que naciera su hija, Dana Lu.
Ellos ya sabían que era peligrosamente prematura. Las suaves palabras del médico cayeron como bomba: “No creo que lo logre”, dijo, tan suavemente como pudo.
Hay solamente 10 % de posibilidades de que pase la noche; y aun si lo logra, su futuro podría ser muy cruel. Incrédulos, David y Diana escucharon al doctor describir los devastadores problemas que Dana tendría que enfrentar si sobrevivía. Nunca caminará, nunca hablará, probablemente sea ciega y ciertamente será propensa a otras condiciones catastróficas, desde parálisis cerebral o completo retardo mental.
Ella y David habían soñado largamente el día en que Dana naciera. Ahora, en pocas horas, el sueño se diluía.
Al pasar los primeros días, surgió una nueva agonía para David y Diana. Debido a que el sistema nervioso de Dana estaba esencialmente en “crudo”, el más suave beso o caricia le provocaba terrible dolor, así que ni siquiera podían poner a su hijita contra el pecho para ofrecerle su amor.
Todo lo que ellos podían hacer, mientras la pequeña luchaba sola bajo la luz ultravioleta entre tubos y cables, era rezar a Dios para que estuviera cerca de su preciosa hijita.
Pero a medida que pasaban las semanas, ganaba lentamente unos gramos.
Dana alcanzo los dos meses de vida y sus padres pudieron abrazarla por primera vez.
Dos meses después, los doctores continuaron sosteniendo las difíciles expectativas de vida, mucho menos de vivir una vida normal que aseguran sería casi cero.
Pero Dana se fue a casa desde el hospital tal como su madre presentía, por su fe.
Cinco años después, siendo Dana una pequeña pero feliz niñita, con brillantes ojos grises y un incuestionable gusto por la vida, no mostraba síntoma alguno de ningún impedimento mental o físico, simplemente era todo lo que una niñita puede ser.
Una tarde de 1996, cerca de su casa, en Irving, Texas, estando Dana sentada en las piernas de su mamá en la gradería de un campo deportivo mientras su hermano Dustin practicaba baseball, de pronto se quedó callada y cruzando sus brazos sobre el pecho, la pequeña Dana le preguntó a su mamá y a muchos adultos que estaban sentados cerca: ¿Huelen eso? Olfateando el aire y detectando que se acercaba una tormenta, Diana le respondió: “Sí, huele a lluvia”. Pero Dana cerró los ojos y volvió a preguntar: ¿Hueles eso mamá?
Nuevamente su madre le respondió: “Sí, pienso que nos vamos a mojar, huele a lluvia”. Dana movió la cabeza, se acarició sus hombros y anunció fuertemente: “No, huele a Él”; “Huele como a Dios cuando apoyas tu cabeza en Su pecho”.
Las lágrimas rodaron de los ojos de Diana, mientras Dana despreocupada corría a jugar con otros niños. Las palabras de su hija confirmaron lo que Diana y todos los miembros de la extensa familia Blessing sabían: Durante aquellos largos días y noches de sus primeros meses de vida, cuando los nervios de la niña eran demasiado sensibles para que la tocaran, Dios abrazaba a Dana en su pecho y fue su aroma de amor que ella recordaba tan bien. ¡Así es Dios cuando le pides con fe!
* Columnista de El Diario de Hoy