Moralismo político

El pluralismo, también el de los valores, está en la esencia de la democracia, y por eso no hay nada que se le oponga con más fuerza que la imposición.

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Por Inés Quinteros

02 June 2017

La política es, por definición, un asunto moral: involucra normas y costumbres sobre lo que debemos hacer y lo que no, y cómo debemos hacerlo. El pluralismo, también el de los valores, está en la esencia de la democracia, y por eso no hay nada que se le oponga con más fuerza que la imposición, por encima de las leyes y de las reglas aceptadas por todos, de unos valores o creencias particulares.

En tiempos de separación del ámbito público y privado, de deslindamiento de la política de las religiones como ordenadoras del sistema social, no se discute si los valores deben estar en la base de las leyes y políticas públicas: deben estarlo; pero nunca por encima de los acuerdos marco que rigen el Estado de Derecho.

En la medida en que las creencias se fueron privatizando, se acogió sin recelos el pluralismo religioso. Las religiones que entendieron esta nueva dinámica social se vieron fortalecidas por la separación entre trono y altar, las que no, están contando los días de su extinción.

Hay naciones en las que los credos siguen siendo un asunto de Estado (como en el Islam), o en las que alguna ideología: marxismo, fascismo, chavismo o neoliberalismo –que para efectos prácticos producen las mismas nefastas consecuencias–, los sustituyen y se instalan en los palacios de gobierno y parlamentos.

La imposición de unas creencias en la que dios es el pueblo, la raza, el estado, o los pobres… ya fue vivida y sufrida en la Europa del siglo XX. Es, en cierto modo, el mismo tipo de ideologización que se da en varios países de América Latina en los albores del siglo XXI. Sociedades en las que se fomenta desde el poder político una “religión” en toda regla: con su sistema de creencias, “liturgias estatales”, normas privadas y públicas que establecen lo aceptable y lo que no lo es, “santones y profetas” ideológicos, etc.

El más significativo es, sin duda el auto denominado socialismo del siglo XXI: fruto maduro de una tóxica mezcla de pensamiento de izquierda, populismo, oportunismo mesiánico, recursos jurídicos, militarismo, y aprovechados que han puesto a su servicio (al servicio de su enriquecimiento personal), todo el aparato del Estado. Todo so capa de un bien superior.

En esto de las imposiciones ideológicas, aquí tampoco es que se hagan mal los tamales. Por lo visto, sufrimos un fundamentalismo ideológico cuyos profetas son los antiguos comandantes y “comandantas”. Un moralismo en el que “la derecha” (como que solo hubiera una) es el mismísimo demonio, el neoliberalismo su nefando sistema con políticas vienen desde el imperio, los empresarios (avariciosos por naturaleza) sus borreguiles creyentes, no pagar impuestos es el pecado más aborrecido, los excluidos y las mayorías (no importa que los dos términos resulten contradictorios) son los privilegiados del sistema… y cualquier cosa que no venga del partido es mentira, apesta, perjudica a la gente y proviene del odiado sistema neoliberal.

Es una política moralista que cosecha triunfos y mantiene en el poder a más de un régimen latinoamericano, mientras engendra escisión, antagonismos que fomentan un sistema social esquizofrénico que destroza la economía, hunde a los países en la inflación, siembra odio, y lesiona profundamente a los más pobres, mientras hace surgir nuevas clases sociales exclusivas y excluyentes.

Con todo, no se pone en cuestión el derecho de un grupo de ciudadanos de situar en la agenda pública temas que les preocupan, y que en justicia nos deberían ocupar a todos. Se cuestiona su método: la imposición; y su fundamentación: dar por válidos un conjunto de pseudocientíficos dogmas sociales, compartidos solo por una parte de la sociedad, para que guíen, ordenen y rijan la marcha del Estado al que, por cierto, pertenecemos todos.

* Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare